domingo, 15 de octubre de 2023

La línea del horizonte

Me plantea mi amiga Mónica la pasmosa diferencia en el tratamiento informativo que trasladan los medios según se hable de turismo o de migración. El primero se presenta desde el glamour. A través de páginas a todo color evoca paisajes idílicos, ciudades impregnadas de romanticismo, personas que se embelesan con su sentido de la aventura y del confort. La migración es bastante menos sugestiva. Tiene la cara de fatiga de quien lleva demasiados días tratando de salvar la vida a lomos de una embarcación desvencijada, de quien sabe que, a partir de ese momento, pasa a ser un ciudadano de segunda categoría, que habrá de enfrentarse de manera permanente a la suspicacia y la aversión. Sin embargo, visto desde la perspectiva social, si el turismo trae empleo precario, presión sobre los precios de alquiler y una huella ecológica que empieza a estar más allá de nuestras posibilidades, la inmigración facilita en cambio fuerza de trabajo, cotizaciones e impuestos, y una diversidad que no es flor de un día, sino un sugestivo jardín que rebosa de intensidad y de color.

Con Mónica estuvimos trabajando en el informativo en idiomas que ofrecía btv en los años 90 y principios de siglo, y que llegó a ofrecer noticias en más de 20 idiomas. Allí coincidían en una maravillosa amalgama la presentadora en lengua bubi (Bioko, en Guinea), las y los jóvenes del club escandinavo, locutores en francés, lengua amaziga o en japonés. Aún haciendo todos ellos algo parecido en base al voluntariado, se hacían evidentes algunas diferencias. Mientras los unos/as se veían como inmigrantes, los otros se presentaban como ‘expatriados’ lo cual, no sin ser cierto, es una distinción. Aprendimos así que en la migración hay un sesgo de clases y que, de hecho, la inmigración no se entiende sino es desde esta perspectiva. La persona que viaja con suficiente dinero, ya sea futbolista u hombre/mujer de negocios, no tiene que preocuparse por el color de su piel, porque el dinero lo blanquea todo. A nadie se le escapa que el hábito hace al migrante, y que es su necesidad y lo que tiene de vulnerable lo que produce el rechazo. No por miedo o repudio instintivo, sino por desconfianza y aporofobia, que hacen fértil el suelo en el que arraiga el racismo.

El turista es un cazador de vivencias. No demasiado largas ni intensas. Lo justo para poderse llevar un recuerdo o una instantánea. En cambio el inmigrante no se orienta en un sueño mercantilizado, sino en lo material e inmediato, porque le va en ello la vida. El uno es emisario de la plusvalía, de la bonanza económica, el o la otra, de un déficit existencial tan brutal que ha esquilmado hasta las cuatro paredes de un hogar, o el paisaje de la infancia. El y la turista pertenecen al fenómeno del capital, de la tarjeta de crédito, y, a diferencia del inmigrante, es bienvenido, porque todos nos sentimos turistas en potencia. En cambio ¿Quién se quiere reconocer en el disidente, el exiliado o el refugiado? Hay lugares como Venecia, Mallorca o distritos de Barcelona en los que la población flotante, la que no echa raíces, ya supera a la población residente. Pero el problema es la inmigración, que no flota, sino que pretende instalarse, ganar un sueldo, pagar un alquiler. El migrante es presentado como una amenaza a la propia identidad, y sin embargo, quien transforma, despersonaliza, caricaturiza y enmascara la cultura y el paisaje propios es singularmente el turismo.

La migración es trabajo en movimiento. El turista es consumo y poco más. Porqué el primero habría de empobrecer economía y estado del bienestar, mientras el segundo se supone que los alimenta, es todo un misterio. Se trata si acaso de la intensidad, pero aún así hay una diferencia substancial. El turismo no forma parte de la demografía, porque por su propia lógica está siempre de paso. La inmigración en cambio es, junto a la natalidad y la mortalidad, uno de las tres variables que definen la población. Así, el descenso de la fecundidad y el aumento gradual de la esperanza de vida han tenido como resultado el envejecimiento y la reducción de la población activa, mientras, al mismo tiempo, aumentaba el número de personas pensionistas y jubiladas. La inmigración suple por tanto una carencia en términos de sostenibilidad demográfica y tiene por eso más de solución que de problema. El reto inmediato reside si acaso en ‘invertir’ en la inmigración para facilitar la transición y adaptación, en términos de formación profesional, en el marco sociocultural y de los valores.

Pero no es esta la perspectiva. Los que vienen con dinero se les da un visado de oro. Quien viene con sus manos por todo capital, el único oro que ve es el de la manta térmica con la que le cubren en la bocana del puerto. Al mismo tiempo el ideal es el de la inmigración a la carta, trayendo a las personas ya formadas, aunque suponga externalizar a países en desarrollo la formación y el coste social que esta supone. Es la misma perspectiva opaca que la de quienes imponen la precarización del empleo, la polarización constante (divide et impera), la demonización de la cooperación y de la solidaridad. Frente a este visión sesgada, sombría, está la de quienes persiguen la línea del horizonte y creen habernos distinguido en él.

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