miércoles, 9 de agosto de 2023

De cada cual...

Entre los grandes misterios de la humanidad hay uno que destaca especialmente porque nos afecta a todas y todos por igual: ¿Cómo es posible que la democracia sea compatible con la desigualdad? Se supone que una sociedad democrática comporta una mejora de la cohesión social, porque esta va en interés de la inmensa mayoría, pero ese por desgracia no es el caso. Hacer compatible democracia y desigualdad pasa por el bloqueo a nivel de las instituciones (políticas, financieras…), con tal de limitar la capacidad de redistribución que tienen trabajo, fiscalidad y políticas públicas, pero también por el control de medios y redes y por la definición de un relato sociocultural en el que el mérito ha pasado a ocupar un lugar central. Y viene de lejos. Como escribió hace ya 150 años el politólogo francés y fundador de la Escuela libre de las Ciencias Políticas, Émile Boutmy, “las clases altas abandonaron instintivamente la holgazanería e inventaron la meritocracia para que el sufragio universal no les privara de todo aquello que poseían”.

De Meritocracia nos habla un informe publicado hace un año por el Future Policy Lab. En él se nos muestra cómo la cultura del mérito parte de un supuesto falso, que no es otro que el de tratar de impulsar la igualdad de oportunidades. La meritocracia se presenta así como un sistema que opera en dos ámbitos. En el primero hace frente a la discriminación por motivo de origen, raza o género. En el segundo traslada al Estado la responsabilidad de igualar con sus políticas las condiciones de partida con tal de que esa igualdad permita operar al mercado en un marco de competición supuestamente perfecta. La meritocracia efectúa así dos operaciones que se complementan. La primera legitima el mérito por plantear una situación de partida que en teoría garantiza la ‘igualdad’. La segunda moraliza el mérito, al justificar este un acceso diferenciado a riqueza y renta en función de las capacidades y del esfuerzo de cada persona. Pero si la primera suposición no se cumple y tiene más de premisa que de realidad, la segunda cae por su propio peso..

Para medir la igualdad de oportunidades la referencia más directa es la movilidad social, y especialmente la movilidad relativa, eso es, no la mejora intergeneracional del conjunto de la población, sino la mejora de colectivos y grupos de renta específicos. En este ámbito España se sitúa, junto a Polonia, Hungría y Portugal, a la cola de Europa y es uno de los países en los que el estatus se hereda de manera más evidente. Nacer pobre triplica las posibilidades de serlo también en edad adulta. Tener padres de nivel educativo bajo dobla las posibilidades de fracaso escolar, de repetir curso o de no completar estudios terciarios. Aquella herencia social que la educación y la falta de recursos públicos consolida, tampoco la corrige el mercado de trabajo. El origen social hace que, con la misma nota, el privilegiado acceda a un mejor empleo en el sector privado, pero también en el sector público, gracias a poder dedicar más tiempo a preparar una oposición o a disponer, por familia, de una nutrida red de contactos corporativos (jueces, médicos, abogados...).

El principal problema de la meritocracia es por tanto el lavado de cara que hace de un sistema que es injusto pero además ineficaz en su propia lógica, al no promover a quien mayor capacidad tiene o más esfuerzo ha puesto, sino a quien juega con las cartas marcadas. Estas le permiten disponer de una buena educación preescolar que desarrolla sus capacidades cognitivas, acceder a una escuela con ratios reducidas y que le abre la puerta a un círculo social selecto, o tener acceso privilegiado a un empleo de calidad que le permitirá consolidar la riqueza heredada mediante una buena renta. Frente a esta realidad, frente a la igualdad de oportunidades falsa e insuficiente que proclama la meritocracia, el reto es el de alcanzar una igualdad de oportunidades que supere los bloqueos descritos al principio, y permita premiar tan sólo el esfuerzo y la calidad de las decisiones que toma cada persona a lo largo de su vida..

En relación a esta cuestión no está de más recuperar las glosas de Marx al programa fundacional del Partido Obrero Socialista de Alemania, con motivo de su congreso de Gotha, en 1875. En él recuerda cómo el problema de la distribución (renta, salario…) tan sólo podrá ser resuelto si se interviene en el modo de producción. Es la realización del sentido y de la función social inherente a trabajo, la que resuelve la injusticia que comporta indefectiblemente su ‘mercantilización’ mediante un salario, que imposibilita, a su vez, la realización de la ideal original: “De cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Nos dice Marx que esa realidad queda reservada para la ‘fase superior de la sociedad comunista’. A la espera de alcanzarla será cuestión de superar en primer lugar la ideología del mérito e instaurar la de la justicia social y de una igualdad de oportunidades sustantiva y real.

No hay comentarios:

Publicar un comentario