martes, 18 de julio de 2023

El desierto

En ‘Así habló Zaratrustra’ el filósofo alemán Friedrich Nietzsche pone en boca del su caminante un salmo que comienza con un lúgubre aviso: “El desierto crece, ¡Ay del que alberga desiertos!”. El autor de ‘Humano, demasiado humano’ considerado, junto a Marx y Freud, uno de los tres maestros de la sospecha, invoca con esta imagen la extensión del nihilismo y del descreimiento, de la falta de autenticidad y de la pérdida de sentido que caracteriza el final del siglo XIX. 140 años después, la imagen, en buena medida, se ha convertido en la seña de identidad de un mundo supeditado a una crisis permanente. Así la desertización es hoy la enseña que enarbola el triunfo de la tecnología, con un desierto de silicio que despersonaliza aquello que toca y que nos convierte en periferia. Y es también la derrota de nuestro entorno más inmediato, la naturaleza de la que formamos parte, y que da muestras de un intenso agotamiento por el expolio, el abuso y el monocultivo. Pero es, sobre todo, el desierto que crece en el ámbito de la política. Así el fascismo, por mucho que pretenda civilizarse y vestirse de largo, es la desertización de las ideas, la estigmatización de la diversidad, la persecución de la disidencia, y la imposición de un discurso rotundo, pero tan cáustico como banal.

El fascismo está, como Aníbal, a las puertas, aunque la batalla aún esté por lucharse, y el héroe que pretende empuñar la bandera de la victoria, para si quisiera la visión del general cartaginés. Es esta una de las paradojas, porque Abascal parece sacado antes de algún videojuego de la guerra del golfo, o de alguna escena de Lawrence de Arabia, que de una aventura gráfica del capitán Trueno o del íbero Jabato. De hecho la fisionomía del líder de Vox es más propia del califato Omeya que de un paladín de las huestes de la reina Isabel, aunque su falta de tolerancia y su parco horizonte cultural lo sitúen antes en las filas de la reina de Castilla. Como buen hijo de todos los desiertos: histórico, político y sociocultural, el líder de Vox sabe que lo que importa para gobernar la mesnada es saber callar y esperar. Decía Benito Pérez de Galdós en referencia a la naturaleza política de nuestro país, que existen tres tipos de caudillaje: el guerrillero, el contrabandista y el ladrón de caminos. Poco separa a los unos de los otros, porque se confunden los tres. El líder de Vox podría encarnar al militar, al estraperlista o al saqueador. A los tres no se les conoce oficio ni beneficio, sino que viven de la oportunidad, de la audacia del momento y sobre todo del miedo de los demás.

Cuando vemos la mirada hierática de Abascal ondeando en lo alto de los banderines que franquean las calles de algunos de los barrios obreros que fueron detonante de la transformación de este país, hay algo que se nos revuelve en el estómago. Nos preguntamos qué ha pasado para que aquello que fue la cuna de la transformación democrática, se esté convirtiendo en la urna del progreso y de la justicia social. Cómo puede ser que en democracia votemos en contra de nuestros propios intereses, en contra de nuestra experiencia inmediata, en contra de aquello que nos dicta el sentido común y que refleja la realidad. La respuesta puede parecer compleja, pero es simple: Quien sufre, quien se siente marginado, quien vive reducido al agravio permanente, no tiene otra manera de afirmarse que a través de la negación. Ese es el desierto que crece. Y en esto radica la fuerza del fascismo. Empieza negando la historia, luego niega la realidad y acaba negando a todas y todos aquellos que no comulgan con el ‘no’. Es su propia naturaleza desértica la que hace que Vox niegue el cambio climático. Ya pueden secarse los humedales, caudales y fuentes, que lo que importa no es la evidencia, porque de lo que se trata es, pura y llanamente, del triunfo del desierto.

El desierto con el que nos quieren abrazar es el de la falta de diversidad, de la polarización social permanente, de la criminalización del recién llegado, de la provocación y el supuesto conflicto de identidades como inmenso bastidor tras el que ocultar el conflicto de intereses en una sociedad cada vez más desigual. Todo guerrillero, estraperlista o ladrón, más allá de la pátina romántica que envuelve su supuesta rebeldía y lucha, se debe a alguien, cuyos intereses defiende. Sin tener alguien con recursos cubriéndole las espaldas, no habría triunfado ni el fascismo ni el nacionalcatolicismo en nuestro país. Pero quien alberga desiertos, quien vive de vender arena y con ella espejismos tan breves como desaboridos, omite ese detalle porque lo suyo va de heroísmo y de trasladar una imagen de autosuficiencia. Si acaso, para sobrevivir en el desierto hace falta un camello, pero de eso casi que hablamos cuando haya pasado el 23 de julio.

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