lunes, 12 de junio de 2023

Oligopollo

Será la edad, pero al mirar los programas de tratamiento de texto actuales o analizar la calidad de la comunicación telefónica, la impresión es que hemos avanzado de manera regular en lo relativo al software, a los medios o a los periféricos. Baste con pensar en las conversaciones entrecortadas de algunas aplicaciones o en su sucedáneo, las cadenas de mensajes de voz, para constatar una cierta degradación. Por momentos parece como si el desarrollo tecnológico no haya ampliado el bienestar o mejorado la calidad de la comunicación y con ella de la convivencia, sino que persiga tan sólo la captura de datos, la clusterización de colectivos y la generación y reproducción de patrones cognitivos. En la mejor tradición de Marshall McLuhan el medio demuestra ser el mensaje, y el mensaje no es otro que el puro poder: Sobre el mercado. Sobre los gobiernos. Sobre las personas. El tan cacareado ‘progreso’ tecnológico, no ha supuesto una mejora en la calidad o el servicio, ni tampoco en el plano ambiental, en el de la eficiencia económica o en el de la cohesión social, pero sí en dos cuestiones clave: en la concentración sin precedentes del poder de mercado en unas pocas empresas, especialmente tecnológicas, y en la devaluación lenta pero inexorable del valor del trabajo que, en nuestro caso, en 1970 suponía el 65% del PIB y representa ahora menos del 55.

Sobre todo ello escribe con mucho acierto y claridad Jan Eeckhout en ‘La paradoja del beneficio’. Su tesis central es que el avance tecnológico, que debería deparar una mejora generalizada en los planos económico y social, no acaba de satisfacer las expectativas depositadas porque comporta la concentración del poder de mercado en unas pocas empresas, cuyo liderazgo acaba por perjudicar al conjunto de la sociedad y, muy especialmente, a las personas trabajadoras que son las que generan la riqueza empresarial. Los datos muestran esta deriva en toda su magnitud. Desde 1980 el 10% más rico de las empresas ha incrementado sus márgenes de un 150 a un 250%, mientras que la relación entre el ratio de beneficios y el coste salarial, pasó en estas empresas, en el mismo periodo, del 5%, al 43%. Los medios por los cuales el desarrollo tecnológico comporta concentración y monopolio para unos pocos actores son variados: La fuerte inversión inicial, la diversificación interesada de marca, las adquisiciones defensivas de competidores potenciales, el control de proveedores o las economías de escala que convierten la ‘marca’ en un referente del servicio. El resultado es el de un peor servicio al usuario o consumidor, salarios más bajos y mayor capacidad de las grandes corporaciones de imponer normas y políticas a las administraciones y gobiernos.

Explica Jan Eeckhout que el avance tecnológico y la falta de un marco de regulación que garantice la competitividad acaba incluso con la ‘destrucción creativa’ propugnada por Schumpeter, e impide por tanto la regeneración del tejido empresarial que habría de garantizar el funcionamiento óptimo del mercado. La concentración del poder de mercado de las grandes corporaciones, especialmente las de alto valor tecnológico, es la seña de identidad de un neoliberalismo globalizado que pone en jaque la dimensión pública de la política, pero también el mito del emprendimiento individual. La mano invisible del mercado pasa de invisible a inexistente e instaura la era de una democracia huérfana y de una economía dirigida por el monopolio de unas pocas corporaciones, los oligopollos de los huevos dorados que se llevan todo el grano del corral. Frente al reto que supone el clima o la irrupción rotunda de una inteligencia artificial que parece dispuesta a convertir en pura rémora cualquier conato de conciencia o humanismo, frente al riesgo de las armas de destrucción masiva, las crecientes tensiones geopolíticas, el agotamiento de las materias primas o la vulnerabilidad que ha puesto en evidencia la pandemia, la capacidad de decisión y la iniciativa parecen haberse delegado en los designios; arbitrarios, discrecionales, fatuos, de unas pocas corporaciones.

A pesar de los espejismos del capitalismo domesticado y verde, de una gobernanza participativa de las empresas o de la extensión y desarrollo de la democracia, parece evidente que la reforma por sí sola bien poco puede cambiar. Como en el caso de la revolución burguesa de 1789 nada podrá con el dictado de los estamentos del capital tecnológico, industrial y financiero si no hay una alianza estrecha entre la pequeña y mediana empresa, amenazada en su esencia por la cultura corporativa, con la inmensa mayoría que vive de una renta salarial o de una prestación asistencial o contributiva. Como en aquel momento tan sólo una alianza amplia y transversal puede cambiar unas reglas de juego que perjudican a la inmensa mayoría con tal de inducir una regeneración y transformación democrática que recupere para la ciudadanía la capacidad de decisión y la iniciativa política. Para eso no queda otra que ponerle el cascabel al oligopolio y poner coto a su desgobierno y a la permanente huida hacia delante que caracteriza un poder, al que le falta toda moral e inteligencia.

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