lunes, 12 de junio de 2023

De Berlín al cielo

En 1973, en el umbral de la primera crisis de petróleo, se organizaba en la Maison des Huit Heures en Bruselas la asamblea constituyente de la Confederación Europea de Sindicatos (CES). En aquel momento, con una Comunidad Europea recién ampliada a 9 miembros, la CES contaba con 17 organizaciones nacionales. Cincuenta años después, la CES cumple su quincuagésimo aniversario en el marco de un XV congreso que reúne a 600 delegados y delegadas de más de 100 organizaciones que, a su vez, representan a más de 45 millones de afiliados/as. Si hace medio siglo Georges Debunne apelaba a la necesidad de extender el sindicalismo europeo porque “la patronal, y especialmente las multinacionales están utilizando la Comunidad Europea para sumar fuerzas en contra nuestro”, hoy las reivindicaciones no distan mucho de aquel propósito. Las políticas de austeridad, la inflación y la precariedad laboral siguen marcando la agenda y trabajan en favor de los intereses de las grandes corporaciones y de una economía que ha encontrado en la lógica de la acumulación y de la financiarización un recurso preferente. Si hace cincuenta años existían diferencias significativas en relación a la cuestión de la integración política europea, hoy, a pesar de los progresos, continúan pesando las diferencias en relación al desarrollo institucional de la Europa social.

A lo largo de estas cinco décadas la agenda sindical europea ha hecho del pleno empleo, de la inversión pública, de la lucha contra la harmonización a la baja de derechos, salarios e impuestos, de la democracia económica o de la consolidación de los sistemas de seguridad social sus premisas centrales. La construcción de un consenso amplio alrededor de estas cuestiones no ha sido fácil al ser los modelos sindicales, la extensión de la negociación colectiva, la intensidad del diálogo social o la fuerza de la afiliación y organización sindical, muy diferentes en Europa. Con cuatro modelos sindicales identificados, las diferencias entre las organizaciones del norte, anglosajonas, latinas o centroeuropeas han exigido armarse de paciencia y concretar hasta el más mínimo detalle lo que la soflama y los discursos maximalistas daban por descontado. Hablar del salario mínimo europeo, de la negociación transfronteriza o de la huelga desde la diversidad, puede llegar a suponer un encaje de bolillos. Tal vez es precisamente la paciencia, la flexibilidad y la complicidad que han acompañado necesariamente este proceso, lo que ha dado consistencia y fuerza al movimiento sindical europeo y ha permitido resistir a la polarización y distanciamiento que introdujeron las políticas de austeridad y la visión clasista y segada que estas pretendían introducir.

Nada habría dado más fuerza al reconocimiento de la fuerza y unidad del sindicalismo europea que una gran huelga que hubiese paralizado el continente, por ejemplo en 2012, para mostrar el rechazo a los designios del Fondo Monetario Internacional, de la Comisión Europea o del Banco Central Europeo, que estigmatizaron el sur europeo y condenaron a la pobreza y el endeudamiento a una buena parte de su ciudadanía. Pero claro, esa es la visión de un sindicalista del sur, porque en el norte no existe ni tan sólo la posibilidad de una huelga general. Nada habría permitido construir un lazo más fuerte entre la clase trabajadora en Europa que la harmonización progresiva y al alza de los derechos laborales, la lucha conjunta por una reducción del tiempo de trabajo o un marco común para la negociación colectiva. Pero claro, esa es la visión parcial de un sindicalismo cuya riqueza radica precisamente en la diversidad y en la voluntad de articular desde ella el entendimiento. Nada habría supuesto un estímulo mayor que una lucha codo a codo por democratizar la gobernanza europea, pero también en la cuestión del equilibrio institucional hoy, como hace cincuenta años, hay quien prefiere mantenerse en la seguridad de su propio marco legislativo.

En su XV congreso, el plan de acción de la CES toca cuestiones de calado como la lucha contra la extrema derecha, la necesidad de construir la política migratoria desde la solidaridad o la necesidad de trabajar estrechamente entre organizaciones para garantizar que el cambio tecnológico y ecológico se gobiernen desde una transición que sea justa y no deje atrás a nadie. Al margen de los buenos propósitos habrá que ver cómo se desarrollan estas iniciativas en el marco del diálogo social, en los comités de empresa europeos o en el ámbito de los consejos sindicales interregionales que tratan de mejorar las condiciones laborales de los trabajadores en movilidad y pretenden conciliar cohesión social y territorial. Las buenas palabras y propósitos tienen que dar lugar al trabajo diario que no se puede inspirar en otro principio que no sea el del reconocimiento mutuo, de la fraternidad y del sentir de clase, con tal de superar y contrarrestar la tensión creciente que introducen rémoras tan actuales como la renacionalización de los discursos o la emergencia corporativismo.

Decía Ursula von der Leyen en el congreso que la virtud de los sindicatos europeos es la de facilitar un equilibrio entre oportunidades y riesgos. A pesar de venir de una política cristianodemócrata en eso no le falta razón. La principal oportunidad es la de poner límites al capitalismo y al poder de mercado de las grandes empresas y recuperar el discurso de la Europa social como un elemento de identidad compartida. Y luego está el riesgo, que no es otro que el de ceder a la polarización entre Sur y Norte, Este y Oeste y caer en la rémora de la austeridad y del discurso de los buenos y de los vagos. Frente a ese riesgo no queda sino trabajar, organizarse y sembrar confianza entre trabajadores/as.

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