jueves, 6 de octubre de 2022

El pulso entre política monetaria y política fiscal

Publicado en Nueva Revolución el 05.10.2022


Después del cubo de agua fría lanzado por el Banco Central Europeo con el reciente aumento de los tipos de interés, las recientes declaraciones de su economista jefe, Philip Lane, en una entrevista con el ‘Standard’ austriaco, no acaban de templar los ánimos. Resulta algo socorrido buscar consuelo en los argumentos de un responsable técnico, cuando los avisos por parte del Consejo de Gobierno de la autoridad bancaria europea son palmarias, e indican que el referente para la política monetaria lo va a seguir dando la Reserva Federal norteamericana, como mínimo en el medio plazo. Y es precisamente aquí donde radica el problema. Los EEUU no son la Unión Europea en dos cuestiones importantes. En primer lugar por su mayor autonomía energética con una exportación de más de 4.500 millones diarios de petroleo. En segundo lugar por una situación del mercado de trabajo que difiere de la nuestra. En julio su tasa de desempleo se situaba en el 3,5%, cuando la de la zona euro estaba en más del doble, con un 7,6%. Esta diferencia define también el origen de la crisis de precios que se vive a uno y otro lado del Atlántico. Si en los EEUU radica en la fuerte presión de la demanda, en nuestro caso, el problema reside en la oferta y es anterior a la crisis de Ucrania, con una inflación que, al ser invadido el Donbas, el 24 de febrero, ya estaba en el 7,6%.

Cuando la enfermedad es diferente, lo de aplicar el mismo tratamiento nunca es buena solución. Si la subida de tipos en EEUU ya ha revertido la tendencia en el empleo, con un incremento del paro en agosto de dos décimas, en Europa el efecto será inmediato, tal y como anuncia el BCE. Así al menos lo sitúa su versión ortodoxa, que explica su política monetaria como aviso para moderar las exigencias salariales, mientras la versión amable, eso es, el responsable de economía, amplía el sentido del aviso a las empresas, que habrían de contener sus beneficios o ser invitadas a realizar una mayor contribución fiscal. Pero en este convite conviene situar una tercera diferencia con los EEUU, que descubrimos en toda su crudeza en la Gran Recesión. A diferencia del gigante norteamericano, la Unión es una realidad social, económica y política de carácter heterogéneo, donde las tasas de desempleo actuales van desde el 2,9% de Alemania al 12,6% de España, pasando por el 3,8 de Países Bajos, el 2,6 de Polonia o el 5,9% de Bélgica. Por tanto la medicina va a sentar de manera muy diferente en un país que en otro y, sin las necesarias transferencias sociales, la presión social y política va a ser mayor en los sospechosos habituales del Sudoeste europeo. Y esto por la parte del ‘debe’ que por la del ‘haber’ merecería la pena fijarse dónde y en quién se concentra el ahorro en Europa.

Pero volvamos a nuestro economista irlandés. Dice Philip Lane que de estabilizarse los precios energéticos habría una corrección en la oferta, con menor impacto en el mercado de trabajo, mientras que el incremento de tipos de interés reducirá la demanda, y producirá desempleo. Por tanto puestos a escoger, parece mucho mejor la primera opción, pero ésta precisaría de políticas fiscales europeas asertivas, que están limitadas por el voto unánime previsto en el Consejo Europeo en el ámbito impositivo, y por el carácter algo dubitativo de la Comisión que, en relación al BCE, vendría a ser lo que Roberto Benigni a John Wayne. Si bien ha habido un inmenso paso en adelante con la aprobación del fondo Next Generation en este ámbito, eso es, una apertura a las transferencias sociales y una política de inversión común, la actual política monetaria comporta un lastre evidente para la política fiscal al limitar la inversión de las empresas y el consumo, que parecerían imprescindibles cuando se trata de cambiar el modelo energético y productivo. Pero he ahí la paradoja. La dependencia energética y el cambio respecto al dólar, son los argumentos para un incremento del tipo de interés que socava el éxito de una política fiscal que pretende precisamente la descarbonización y una mayor autonomía energética. Como guión no tiene pérdida, aunque sí tiene un alto coste social.

El pulso entre política fiscal y política monetaria al que estamos asistiendo, y en el que instituciones democráticas y bancos centrales tienen papeles opuestos, es el pulso entre una economía real, que persigue el progreso y la estabilidad social, y una economía financiera, que tiene por principal objetivo el poder social. Mientras se dirime la batalla, que, a medida que se refuercen las asimetrías e intereses corporativos y nacionales en el Consejo Europeo, favorecerá a los adalides de la ortodoxia, en el plano doméstico no queda sino nadar y guardar la ropa. En este sentido, y a falta de ver la letra pequeña, el reciente anuncio de las medidas fiscales para la justicia social y la eficiencia económica por parte de la ministra Montero es de saludar. Queda por ver si el planteamiento es realmente redistributivo y aumenta a medio plazo la contribución fiscal (6 puntos por debajo de la europea), o si sigue dando impulso a la paradoja del ‘estado menguante’. Si, en definitiva, es una respuesta al populismo de la rebaja impositiva del PP, o se encuadra en una estrategia europea que, en el corto plazo, permita conciliar política monetaria y política fiscal.

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