viernes, 23 de septiembre de 2022

Paréntesis

El cine de catástrofes cuenta con un número creciente de adeptos. Lo de repantigarse en el sofá con unas palomitas al alcance de la mano, mientras los terremotos sacuden los cimientos de la civilización, los maremotos barren las ciudades y los volcanes escupen fuego a discreción, no tiene precio. Sin embargo, sin ser inmune al encanto del cine de catástrofes, en mi caso, prefiero otro género, el del cine alpino y de las proezas y fracasos que le depara la alta montaña a los alpinistas más aguerridos. Ver los paisajes nevados, las paredes de hielo, las ventiscas a menos cuarenta grados azotando la frágil tela de una tienda de campaña a 7.000 metros de altura, sin tener que renunciar al confort doméstico, tiene un encanto parecido a asistir a un cataclismo, pero traslada la épica, mucho más realista, del hombre en su lucha con los elementos. El querer coronar una cima tiene algo que ver con el hecho de querer dominar la naturaleza, la de la montaña y la propia, y exige, antes que nada, el respeto y la capacidad de adaptación ante un entorno infinitamente hermoso pero tremendamente hostil.

Entre las películas recientes del género hay una que merece especial atención. Se trata de ‘Broad Peak’, un homenaje al alpinista Maciej Berbeka, que, en 1988, quedó a 17 metros de coronar esta cima del Karakórum, y, 25 años después, tuvo la oportunidad de emprender un segundo intento. Cuando fracasó la primera vez, Maciej, a pesar de la derrota y de la renuncia, inició una larga etapa de intensa felicidad junto a su mujer en una acogedora cabaña en el macizo polaco del Tatras. Sin embargo, como se verá, la sombra del ‘Broad Peak’ nunca se llegó a disipar, y le aguardaba, infatigable. En eso la historia de Berbeka nos remite a un relato magnífico de José Luis Borges, ambientado también en Centroeuropa. Se trata del cuento ‘Milagro secreto’, que explica la historia de un escritor checo judío, que, ante el pelotón de fusilamiento consigue detener las balas, convenciendo a su dios de que le dé un año de tregua hasta terminar su gran drama en verso. Al finalizar el último epíteto, las balas, que han quedado pacientemente suspendidas en el aire, ante su nariz, se activan para darle muerte.

A Maciej lo que le lleva de vuelta al Karakórum es una frase gratuita, pero que remueve los fantasmas que han quedado suspendidos, cual balas, en su subconsciente, a lo largo de 25 años de bienestar y de paz. “Hay que acabar lo que se ha empezado” reza el argumento que lo devolverá a la falda del Broad Peak y a enfrentar un nuevo intento de superación. Este argumento no es sino el mandato de la terquedad, tal vez de la soberbia, al precio de sacrificar el bienestar y equilibrio alcanzados gracias a una feliz y catártica derrota inicial. La rebelión íntima ante la naturaleza, el no aceptar que pueda imponernos límites, es el móvil sin el cual, desposeídos de la necesaria disciplina, de ese ansia de superación que para algunos es su seña de identidad, probablemente no habríamos llegado a donde estamos. Pero claro, queda por ver si este lugar, ese ‘aquí’ donde estamos, satisface nuestras expectativas, se acerca, aunque sea remotamente, al Edén, que por ejemplo disfruta Maciej en el Tatras, o si no es sino una cima inhóspita, pelada y fría, alcanzada gracias a una victoria pírrica.

No es de descartar, que la lucha con la naturaleza esté inspirada, en parte, por el rencor hacia ella. Por su resistencia a dejarse doblegar. Por su autonomía. Por la sencilla razón de haber estado ahí mucho antes que nosotros, y de seguir previsiblemente ahí, cuando ya no quede ni rastro de nuestro paso por la historia. Es un auténtico sinsentido, porque cuando el hombre ataca la naturaleza, se ataca al mismo tiempo a sí mismo, porque, a pesar de que a veces quiera ver el mundo desde la altivez de una estatua de cera, lo hace a través de unos ojos que, en realidad, no son muy distintos de los de un ciervo o de un pez. Pero pesa mucho ese “hay que acabar lo que se ha empezado”, la inercia de un progreso que desprecia lo que es alcanzar mayor paz y bienestar, y que parece obcecado en lo que no es sino puro fuego de artificio, pura bandera en la cima, puro triunfo militar, postizo, banal.

Cuando Maciej llega a la cima del Broad Peak, la visión de la cordillera del Karakórum le imbuye de una profunda emoción y tal vez también de una secreta sensación de victoria. Si estira la mano toca el cielo. Ya no puede ir más allá. Ha cumplido su sueño y ha vencido a la montaña, que ahora le muestra, a sus pies, una panorámica sin precio. Pero tras su sonrisa extasiada, tras el aliento que se le congela en la comisura de los labios se percibe la inquietud. Sabe que ahora lo que toca, es darse la vuelta y bajar, y que en relación a la vida, acabar lo que se ha empezado, no es muy distinto de morir.

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