lunes, 14 de junio de 2021

En mínimos

Los datos del IPC son para pensárselo. Y sobre todo para que se lo piensen algunos. Los precios subieron en mayo un 2,7% en tasa interanual. Influye la bajada de los precios en mayo de 2020, fruto del impacto de la crisis socio-sanitaria y de las medidas de restricción aplicadas el primer trimestre de pandemia. Pero si analizamos los incrementos desde febrero del año pasado, el balance es sobrecogedor. Los precios de la electricidad subieron en este periodo un 22,5%, los del butano y propano un 6,8% y los de la fruta fresca un 9,5%. Con una subida salarial media pactada del 1,5% en los convenios, y cuando estos cubren tan sólo a 4,16 millones de trabajadores/as a nivel estatal, eso es, 2 millones menos que hace un año, son las rentas más bajas las que han sufrido la pérdida más severa en su poder de compra. Son además trabajos presenciales que encajaron una mayor reducción de su renta disponible por la reducción asociada a los ERTE y los que, por la precariedad endémica en los servicios, tuvieron que hacer frente en peores condiciones a las medidas de prevención, con menos ahorro y una situación socioeconómica más vulnerable.

Los precios que más han subido son los de los bienes básicos. Lastran la economía de unos hogares que han de dedicar una parte importante de sus ingresos al alquiler que, para el 41% de los inquilinos, supone ya una carga excesiva. Lo recoge con acierto el jefe del gabinete económico de CCOO en un artículo reciente. De 1980 a 2016 la pérdida de poder de compra acumulada del salario mínimo (SMI) fue del 4,5%. Lo corrigieron las subidas del 2017, del 8%, y especialmente la del 2019, del 22,3%, a pesar de que el SMI aún no alcance el nivel de suficiencia que la Carta Social Europea, ratificada el pasado 17 de mayo por el gobierno español después de 20 años, establece en el 60% del salario mediano. Aun así el informe reciente del Banco de España sobre los efectos del incremento del SMI que tanto polvo ha levantado, cuestiona estos incrementos con una metodología que pretende aportar evidencias, así el título, que son, a su vez, cuestionables. La desaceleración en la creación de empleo no tiene en cuenta, por ejemplo, el impacto en el mercado laboral del incremento de la masa salarial en 2.000 millones gracias al aumento del SMI. Y es un punto relevante.

Porque hay un aspecto del IPC de mayo que conviene destacar especialmente. Los datos sitúan un hito, desde que existen registros, en la diferencia entre el IPC (2,7%) y la inflación subyacente (0,2%), eso es, la que no tiene en cuenta los precios energéticos y los alimentos no elaborados. La baja inflación estructural alerta del bajo impulso de la demanda interna por el ahorro de precaución, por la baja participación de las rentas del trabajo en el periodo de crecimiento y por la baja inversión pública y privada a lo largo de la última década. La atonía de la inversión y la apuesta ciega por competir, no en valor añadido, sino en bajos salarios, es el principal lastre que arrastramos en términos macroeconómicos. Somos conscientes de que este es el reto fundamental para el cambio del modelo productivo, cuando hacemos frente a un momento de expansión en la inversión, que ha de permitir una transición justa en el marco de la revolución digital y un giro corpernicano en los impactos ecológicos y sociales de nuestro tejido empresarial. De lo que se trata es de apostar por la sustancia gris de nuestros cerebros y no, como hasta ahora, por la masa gris del cemento o del hormigón que tanto entusiasma a una parte del empresariado.

Es aquí donde radica la oportunidad y la responsabilidad colectiva. Liberar recursos fiscales para evitar que el esfuerzo se traduzca tan sólo en más deuda pública, que siempre acaba por socializarse, pasa por recuperar el equilibrio entre la imposición del capital y del trabajo, y evitar que la competitividad sea un eufemismo del poder de mercado de grandes capitales y patrimonios. Cuando hablamos de una mejora de la red de protección social y constatamos inercias importantes en la aplicación del Ingreso Mínimo Vital, cuando estamos negociando una reforma del sistema de pensiones que ha de tener su fundamento en una mejora de los ingresos, son los salarios y la cobertura de las prestaciones, las que deberían de gravitar con más peso en la recuperación y resiliencia de nuestro sistema productivo y en la mejora de nuestro maltrecho modelo del bienestar.

Lamentablemente lo que falta de manera estridente es una cultura empresarial que esté a la altura del reto, y deje de concentrar sus esfuerzos en beneficios y réditos para abrirse a su función y responsabilidad social. Tienen que ver las escuelas de negocio y el discurso hegemónico que promueven, que sigue demasiado anclado en un modelo fundamentado en las externalizaciones y en la apuesta exclusiva por la oferta y el crédito. El Banco de España que tantos fiascos ha acumulado en su función de control del sistema financiero a lo largo de los últimos años, tampoco es ajeno a este contexto. Los documentos ocasionales que publica, como en el caso de este informe, ponen en duda el recurso permanente a su autonomía, y lo sitúan en unos intereses de parte que bien poco tienen que ver con la situación real de la inmensa mayoría de la ciudadanía. Con la de los colectivos más vulnerables que han de malvivir con un Salario Mínimo y con la de todos y todas las que vivimos de un salario que hemos de poder negociar con una autonomía que ha vulnerado y diluido una reforma laboral, en la que se posicionó y se continúa posicionando con fuerza nuestro Banco central.

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