martes, 22 de junio de 2021

Educación financiera, cultura fiscal

Para hacer un balance del contexto en el que nos encontramos, resultar estimulante revisar algunos textos. En el ámbito económico la relectura del Manifiesto de Economistas Aterrados, publicado en 2010, que intentaba poner coto en aquel momento a la dinámica autodestructiva instalada en Europa por la inefable troika (BCE, CE y FMI), es inspirador. Si bien el título parece algo estridente, resulta plausible el terror que, en clave económica, inspiraban las medidas adoptadas en aquel momento por la Unión y que, en términos generales, tuvieron un efecto adverso, en lo relativo a la cohesión social y europea. De las 22 medidas propuestas, hoy vemos que se ha avanzado en algunos ámbitos, mientras continuamos instalados en la inercia en otros. Así, siguen faltando controles financieros que contrarresten la dictadura de los mercados, continua pendiente reforzar los contra-poderes en las empresas, realizar una auditoría de la deuda pública para reestructurarla (hoy aún más urgente que hace una década), incrementar los impuestos a los ingresos más altos, o mejorar la coordinación de las políticas macroeconómicas en Europa, reduciendo los desequilibrios comerciales entre países.

Sin embargo hay también algunos aspectos en los que se ha avanzado y sugieren que se quiere pasar página de la funesta ortodoxia que impulsó los recortes y la devaluación de las políticas públicas. Así el papel del BCE ofrece hoy otros matices, suena otra música en el FMI, y el plan de recuperación europeo plantea una mejora de la protección social, el aumento del esfuerzo presupuestario en sanidad y educación, más inversión en la reconversión ecológica, y dar mayor relevancia a la armonización por la vía del progreso en la UE, gracias a instrumentos que, como el Pilar Social Europeo, pueden suponer una balsa de salvamento para el maltrecho proyecto común. En este nuevo impulso, que habrá de afianzarse a pesar de esos rebrotes que invitan a algunos a confundir los helechos con el bosque, se inscribe también el acuerdo del G7 para imponer un tributo global a las grandes multinacionales y gigantes de internet, en el marco de una incipiente reforma del sistema fiscal internacional. Pendiente de ser confirmado por el G20, la tasa fiscal global de sociedades, es, a pesar de su contención (15%), una señal en la buena dirección, eso es, en el control, coordinación y armonización del sistema impositivo global.

Escriben los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (El triunfo de la injusticia) que “el triunfo de la injusticia fiscal es, ante todo, una negación de la democracia”. El mejor indicador de la actual degradación es el de la creciente desigualdad, que nos invita a revisar la función y objetivos de nuestras instituciones fiscales. En el relato que nos ofrecen de la evolución del sistema fiscal en los EEUU, destaca un aspecto fundamental. Las tasas marginales máximas del impuesto sobre la renta que se introdujeron con el New Deal (1933-1938), no fueron diseñadas para obtener más ingresos, sino para reducir la desigualdad. El matiz no es gratuito. Frente a una crisis como la Gran Depresión, la del 2008, o la actual, el objetivo prioritario ha de ser el de superar la desigualdad. El medio para realizarlo son los ingresos extraordinarios que ha de facilitar la política fiscal para aumentar protección e inversión en el ámbito socioeconómico. En la actualidad la competencia fiscal a la baja instalada a nivel global supone un lastre importante y las propuestas del G7 van más en la línea de “perfeccionar el modelo ptolemaicos de los cielos” cuando de lo que estamos necesitados es de una auténtica ‘revolución copernicana’.

La pérdida de progresividad, por el incremento de la imposición indirecta (IVA) que afecta más a las rentas bajas, que concentran su economía en el consumo, que a las altas por tener mayor capacidad de ahorro, la disminución de la tributación del capital con respecto al trabajo, o la ingeniería internacional de la elusión y la evasión fiscal, precisan de medidas de calado que difícilmente serán aprobadas por el G20. Pesa y demasiado el discurso hegemónico de descrédito de la fiscalidad como ‘tiranía de la mayoría’, que tiene su origen en los tenedores de esclavos, que defendían la primacía de la propiedad privada sobre la propia libertad de las personas, a la que se sumaron, en el marco de la introducción del impuesto sobre la renta, banqueros e industriales. Tal vez pueda parecer forzado la mención al esclavismo, pero si nos fijamos en políticos como Rocío Monasterio y valoramos propuestas fiscales y trasfondo familiar, veremos que lo que describen los economistas de Berkeley tampoco nos coge tan de lejos.

Como recuerdan Saez y Zucman, “lo que hace que funcione la tributación es algo más que un código recaudatorio simple y unos inspectores diligentes; es un sistema de creencias, con convicciones compartidas sobre los beneficios de la acción colectiva”. Aquí nos encontramos con el meollo de la cuestión fiscal que, como tantas otras, es una cuestión cultural. No le es ajena el marco institucional, como el que, recientemente, firmaban CNMV, Banco de España y Ministerio de Economía para “favorecer una adecuada capacitación de los ciudadanos para adoptar sus decisiones financieras”. Por desgracia cuando estos actores hablan de educación financiera, falta siempre toda referencia a la tan necesaria educación en cuestiones fiscales, pesando más la formación en la gestión de productos financieros. Una ocasión perdida y un riesgo añadido, cuando, como escribía el juez Holmes a principios del siglo XX: “Los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada”. Y no hay civilización sin una educación en valores tan consustanciales al progreso humano como la justicia y la solidaridad.

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