viernes, 22 de enero de 2021

Pandemia y degradación democrática

La primera oleada cayó en primavera, pero la segunda fue la más mortífera. Murieron 260.000 personas, de las cuales casi la mitad en el mes de octubre. Cuando irrumpió la tercera ola, a principios del año siguiente, esta coincidió con una huelga histórica que culminó con la conquista de la jornada de 8 horas. No hablamos de 2019 y de la pandemia del COVID-19, sino de la gripe mal llamada ‘española’ y de su impacto social. El paralelismo lo traza Valerie Slaughter en un reciente artículo que recoge algunos momentos que hoy se leen con especial interés. Así el congreso de la CNT organizado en julio de 1918 en Sants, levantaba con cierta frecuencia sus sesiones para ayudar a recoger los cadáveres de las calles antes de volver a reunirse para intentar avanzar en el objetivo del ‘sindicato único’. La gripe no se entendía sino como otra crisis más, porque el foco estaba fijado en las necesidades más inmediatas. Otros tiempos.

El éxito en la movilización social en otros lugares de Europa se nutría del descrédito y de la bancarrota moral y política de unas élites que habían sacrificado como carne de cañón a 10 millones de soldados y 7 millones de civiles. En el caso de España y Catalunya, pesaban unas condiciones que mantenían en un régimen de semi-esclavitud a los trabajadores industriales, que malvivían en los cerros de una ciudad que alguien bautizó como ‘barracópolis’ y sufrían jornadas de 12 horas o más. El infame periodista australiano Benjamin Hoare ponía en el mismo cajón revolución y epidemia, y resumía en dos las plagas que azotaban el continente: la gripe y el bolchevismo. No había evidentemente ninguna conexión entre las dos, pero si hoy dijéramos que las principales pandemias a las que nos enfrentamos son ‘COVID-19 y neofascismo’ no nos faltaría razón. Las dos tienen carácter transcontinental y muestran la voracidad de una plaga.

El negacionismo, las paranoias conspiratorias, el oportunismo visceral, la irreverencia normalizada como la tosca teatralidad del asalto al Capitolio, muestran hasta qué punto triunfa hoy la política de los afectos. La supuesta lucha ‘cultural’ enarbolada por la extrema derecha no se inspira en la injusticia social, en las condiciones materiales de la clase trabajadora, sino en una supuesta decadencia democrática. La alternativa que ofrecen es, nadie lo duda, autoritaria. De lo que se trata en última instancia para Bannon, Trump y Cia es de demostrar, mediante mentiras, que la democracia es mentira. Toda una paradoja. La política deja de ser diálogo para la convivencia, y se convierte en una lucha sin cuartel por la supervivencia: de la familia, del clan, de la raza, de la nación. En este doble juego de mentiras (fakes), el mejor abono para hacer crecer la mala hierba del populismo xenófobo, el éxito de los liderazgos peripatéticos, es no hacer frente a la excepcionalidad social y entrar en el juego de la excepcionalidad democrática.

El primer elemento reclama de políticas sociales firmes, que sostengan las rentas de las personas más vulnerables, aquellas que más padecen la excepcionalidad del mercado laboral, aquellas que más han sido marginadas por las medidas de confinamiento. En este sentido la respuesta de la coalición de progreso ha sido un referente en muchos aspectos, y lo ha de seguir siendo, también cuando llame a la puerta la banca, el gran capital, o en su nombre, el BCE o la Comisión Europea. Hacer visibles los estragos de la situación actual y la legitimidad de medidas excepcionales en el marco laboral, fiscal o social, es la mejor manera de prevenir que, a diferencia de la crisis anterior, esta no acabe degradando la imagen de la democracia. En relación a la excepcionalidad institucional, que tanto nutre los instintos primarios de la extrema derecha, no hay alternativa a garantizar, al precio que sea, la preeminencia de la normalidad democrática.

En este sentido es muy difícil de entender el aplazamiento sine die de la convocatoria de las elecciones en Catalunya. Hacerlo comporta un riesgo suplementario de descrédito para un marco institucional ya suficientemente lastrado por la polarización permanente. Al margen del difícil encaje legislativo, que convierte la excepcionalidad de un ejecutivo en funciones en poder soberano, está la dimensión ‘técnica’ que como mínimo traslada un serio déficit en lo relativo a la capacidad de gestión. En 2017 en Catalunya votaron 4.392.891 votantes (79,09%), y lo hicieron en 8.250 mesas electorales. Si se parte de un voto por correo similar al de los EEUU (40% aprox.), el voto presencial se reduciría a 2,6 millones de votantes, eso es, 319 personas por mesa, que, en 12 horas, supone una acometida de 26 personas por hora y mesa, lo que desde el punto de vista de la prevención parece a todas luces gestionable, al margen de que siempre cabría aumentar el número de mesas o promover aún más el voto por correo.

Por tanto no es exclusivamente una cuestión de salud pública, sino de capacidad de organización y de voluntad política. No intentarlo supone una ligereza desde el punto de vista del compromiso democrático, que traslada además la sospecha de una cierta instrumentalización que no acabará beneficiando sino a los y las adeptas a la paranoia conspiratoria, del oportunismo y la degradación institucional. En este sentido habría que recordar a los responsables que la democracia y la sociedad no están al servicio de las medidas sanitarias, sino que son las medidas sanitarias las que están al servicio de la sociedad y de la calidad democrática. Y si no fuera así aún tendríamos en la presidencia a Donald Trump

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