jueves, 28 de enero de 2021

El frente doméstico

En ‘El siglo de la revolución’ Josep Fontana cuenta cómo, al firmarse el armisticio el 11 de noviembre de 1918 en el bosque de Compiègne, los alemanes se indignaron al pedírseles que entregaran 30.000 ametralladoras. Frente a la exigencia francesa adujeron que si se desprendían de tantas “no les quedarían suficientes para disparar sobre el pueblo alemán, si ello llegaba a ser necesario”. Lo que parece una aberración de la historia, se convierte sin embargo en pura actualidad, si consideramos las declaraciones del general de división que, recientemente, pedía en un chat que se fusilara a 26 millones de ‘ciudadanos’. El mito del enemigo interno viene de lejos y ha sido inspiración permanente para el autoritarismo. Lo expresaba con gran sinceridad y crudeza el capitán Aguilera, que, así Paul Preston, decía que guerras como la guerra civil “debían hacerse periódicamente para diezmar a la clase obrera, ya que las plagas que antes utilizaba dios para tal fin ya no funcionan”. Una visión emparentada, por el tono bíblico, con los progromos judíos o la contrarreforma. Sin novedad en el frente. En el frente doméstico, claro.

La reacción de los ‘Aguilera’ que lamentablemente siguen vinculados al ejército y a las fuerzas del orden, parece irreverente en un país de carácter poliédrico, hecho de diversidades y del que el fenotipo viene a ser como un puzle de 5.000 piezas. Pero empujados por instinto e interés corporativo, ante la amenaza de una ley de memoria histórica que ponga a cada uno en su sitio, y la democracia por delante, la tentación irredimible es la de señalar, demonizar y, a ser posible, ajusticiar. La pasión por el enemigo interior y por organizar a este en una categoría, es una seña de identidad de la tiranía. No hay más que recordar los distintivos con los que los nazis clasificaban a los prisioneros de los campos de concentración. Amarillo para los judíos, azul para los emigrantes, rosa para los homosexuales, marrón para los romaníes, rojo para los prisioneros políticos. Desde las brujas hasta los rojos, pasando por los perros flauta y los ‘maricones’, el catálogo de estigmas no ha hecho sino ampliarse con el tiempo, y sigue de plena actualidad. En la intimidad gregaria del contubernio. En la madriguera del agravio permanente.

Hay algo en este mecanismo, el de señalar, que cohesiona el grupo. Y no lo hace tan solo en el ámbito militar, sino también en la política. Con ello se consigue que no se escuche ‘qué’ se dice, sino ‘quién’ lo dice, y esa supone una inmensa ventaja para quien tiene bien poco que decir. El problema no está en la diversidad, que no niega ningún derecho, sino en cómo el estigma intenta legitimar la exclusión del ‘diferente’, y justificar así una jerarquía social. Tras la fachada del nacional populismo no hay absolutamente nada más. No es sino una cortina de humo que no pretende otra cosa que dar carta de naturaleza a la desigualdad. Por eso quien reclama más cohesión, critica la polarización, o defiende la equidad o profundizar en democracia, transmuta en enemigo interior. La reivindicación de la igualdad de derecho; en el acceso al estudio, a un trabajo de calidad, a una vivienda, para el tirano es propia del renegado, porque la única diferencia que es ‘normal’, es la que tiene que ver con la renta, el patrimonio, la propiedad.

Hace ahora 50 años Lewis F. Powell Jr., un abogado y directivo de Philip Morris fue invitado por la Cámara de Comercio de los EE.UU. a redactar un documento sobre cómo hacer frente al auge de la izquierda en la sociedad norteamericana. El texto, conocido como ‘memorándum’, tiene un carácter programático y puso los cimientos para la extensión del neoliberalismo y las victorias de Reagan y Thatcher en los años ochenta. Al leerlo hoy vemos que la receta sigue vigente a la hora de ‘defender’ el ‘sistema empresarial’ frente a comunistas, izquierdistas y liberales lacios. Así se trata de intervenir mediante ‘oradores’ bien dispuestos en universidades, escuelas de negocios, institutos, medios, para reorientar el debate sobre cuestiones ‘ideológicas’ como la progresividad de los impuestos o la regulación del mercado, a otras menos comprometidas.

El ‘memorándum’ define el lobbysmo, como estrategia de fondo para intervenir en la toma de decisiones, porque “el poder político es necesario y éste se ha de cultivar de manera permanente, y cuando sea necesario, ha de ser utilizado agresivamente y con determinación”. El espíritu que desprende el ‘memorándum’ se diferencia tan sólo del corporativismo de la milicia en las formas. La estrategia de polarización, la vocación por estigmatizar al disidente, o el victimismo de fondo con el que se justifica la necesidad de ‘defenderse’ vienen a ser lo mismo. Despreciar la diversidad y favorecer el odio al diferente, no es más que una maniobra de distracción, como lo son las pasiones que desata la polarización permanente. Y luego, claro está, tenemos cuando, ante el peligro de un cambio en los equilibrios de poder o en la distribución de la riqueza, se junta la milicia con las ganas de comer, y se da un golpe de mano o de estado, para recuperar la ansiada ‘normalidad’.

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