sábado, 16 de enero de 2021

El salvavidas

Cómo han cambiado las cosas. Si este país fuera un trasatlántico en plena zozobra, lo que se oiría por los megáfonos sería: “Que no cunda el pánico. Este barco se está hundiendo. Los hombres mayores y especialmente los ricos, diríjanse a las lanchas de salvamento. Las mujeres y niños, que se armen de paciencia, y de un salvavidas, si lo encuentran’. Así nos lo trasladan al menos los datos de empleo y de pobreza. De 2018 a 2019 el único grupo de edad en el que aumentó el riesgo de pobreza, fue el de los menores de 16 años. Y la cosa viene de lejos. Este colectivo fue el que más padeció la gran recesión, y hoy, cuando pretende incorporarse al mundo del trabajo, la cosa pinta cruda. En el último año, el número de jóvenes desocupados aumentó en un 43%. No nos encontramos ante una excentricidad, o una generación, pongámosle X o Z. Esta es, dicho a calzón quitado, la generación del chivo. Del chivo expiatorio, claro. ¿Y cuál es la culpa a expiar? La de una sociedad menos solidaria. La de la sumisión política a los excesos de un modelo económico que se ceba, siempre, en los más vulnerables.

Pero también en los vulnerables hay diferencias. En el último año, de las personas jóvenes, tan sólo consiguieron mantener la posición aquellas que tenían estudios. Aquellas sin cualificación, como ese 19% que abandonó prematuramente la educación en 2019, se lo llevaron frío. A falta de trabajo, falta de autonomía. Tan sólo un 20% de los jóvenes catalanes se había podido emancipar en 2019, ya sea por obra y gracia de tener a un filántropo en la familia, o por disponer de esa anomalía que supone hoy para la juventud catalana el tener un trabajo digno. Así es como se instala la desigualdad en la sociedad. Para prevenirlo está la educación, y es por el peso que ocupa en los presupuestos, por donde se reconoce el verdadero talante de un país con respecto a su futuro. En el caso de Catalunya el presupuesto sigue estando un 28% por debajo de la media europea, y a pesar del creciente prestigio de la formación profesional, que viene a ser la opción más asequible para los huérfanos de toda filantropía, la falta de inversión eleva las cifras de abandono por encima de la estatal y europea.

Garantizar la equidad en el acceso a la educación no es una cuestión de generosidad, sino de inteligencia colectiva. También lo es asegurar la calidad en el acceso al empleo. A nivel estatal tenemos a un 35% de la población que sólo ha cursado la educación obligatoria. El empleo al que puede acceder este tercio es precario en todos los sentidos: para la propia persona, para la economía, para la comunidad. En un sistema de reparto, la calidad del trabajo determina la calidad de las pensiones, porque estas se pagan con las cotizaciones de los que tienen un empleo. A peor empleo de los unos, peor pensión de los otros. Y ocurre lo propio con los servicios públicos. Ahorrar en educación o formación es injusto, pero es además poco eficiente. A no ser que lo que se pretenda sea blindar, precisamente, a unos jóvenes frente a los otros, eso es, utilizar la educación no como una vía para promover la cohesión social, sino para reproducir las diferencias ya existentes. Esa fue al menos la costumbre en el pasado, promover la mala educación como un seguro de vida para mantener el estatus.

Pero este tipo de ceguera pasa factura en términos sociales y económicos. Aún más cuando enfrentamos retos estructurales como el envejecimiento demográfico, la digitalización o el cambio climático. Estos precisan de una mejora amplia de competencias para avanzar en productividad y sostenibilidad y reclaman por tanto un modelo optimizado de formación a lo largo de la vida. Este ha de anticipar la desaparición, en los próximos diez años, de uno de cada cinco empleos actuales, y se ha de adaptar a un tejido empresarial especialmente atomizado, en el que el 40% del empleo lo generan empresas de menos de 10 trabajadores. El recurso a la lógica ‘sectorial’ es así clave, también en el marco del impacto asimétrico de una crisis que ha mostrado la vulnerabilidad que comporta una concentración de la producción y del trabajo en sectores muy expuestos a factores exógenos. Pero hay otra cuestión que la formación puede ayudar a reconducir o resolver.

Según cifras recientes tan sólo un 14,5% del alumnado de formación profesional industrial es femenino y, en los grados científicos, técnicos y de ingeniería, este porcentaje se queda en el 11,5%. Por tanto la formación sin medios no tan solo reproduce las diferencias de clase, sino que perpetúa además la brecha de género, al promover el acceso de las mujeres a sectores feminizados, que son mayoritariamente sectores peor pagados. El mito de que las mujeres tienen las manos más ágiles, o son mejores trabajando con personas, mientras que los hombres lo son en el trabajo con máquinas, ya ha hecho suficiente daño a lo largo de la historia. Que el trabajar con una máquina justifique un salario más elevado que el hacerlo con una persona, es uno de los grandes enigmas de la economía. Revertir estas simplezas requiere de una mejor formación. Que sitúe y oriente a las personas con criterios económicos, sociales y de género. Pero para eso hace falta dinero y voluntad política. Eso es, presupuestos.

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