lunes, 4 de enero de 2021

Llueve sobre mojado

La desigualdad tiene su propia inercia, y allí donde se instala es muy difícil de revertir. El efecto de la pandemia se ha visto amplificado al impactar en una sociedad con el bienestar recortado, con un mercado de trabajo fuertemente precarizado y en la que la riqueza se concentra en una élite reducida. La desigualdad llama a la desigualdad. Lo hizo durante la gran recesión, cuando todo el esfuerzo se concentró en quienes eran demasiado grandes para caer, mientras que los que eran suficientemente pequeños, se iban por el sumidero. Y durante la recuperación, con un crecimiento que benefició a unos pocos y que, ya en el año 2014, hacía que el 1% más rico de la población obtuviera los mismos ingresos que el 50% más pobre. Y en la pandemia, donde se han visto más expuestos quienes tenían trabajos precarios y presenciales, donde han sufrido más quienes habitaban viviendas pequeñas, donde han sido marginados de la educación y del acceso a las prestaciones quienes no tenían medios o competencias digitales.

El reciente informe mundial de salarios 2020-2021 de la OIT muestra cómo España ha sido el país europeo en el que más ha aumentado la desigualdad salarial. El salario medio del 10% que más cobra era, en el segundo trimestre, 36,1 veces superior al del 10% que cobra menos. Un hito ominoso. Una medalla de plomo. Otro informe, el de las Entidades Catalanas de Acción Social, nos muestra en datos cómo se reproduce la desigualdad. Así el riesgo de pobreza afecta al 7,8% de las personas con educación superior, pero al 27,2% de las que han cursado tan sólo primaria. Catalunya casi dobla en abandono escolar prematuro la media europea y éste se concentra en los hogares más vulnerables. Los menores de 16 años constituyen el grupo de edad que más se empobreció con la gran recesión, y, de 2018 a 2019, fue el único que vio incrementar su pobreza, del 28 al 31,1%. El empleo que les espera ahora es precario. El ascensor social se ha atascado, y por no haber, no hay ni escalera de incendios.

El estado del malestar, con recortes en la sanidad y la educación, con contratos basura, con dependencia y pobreza laboral, genera más malestar. Uno de cada dos catalanes con estudios primarios o sin estudios, piensa que sufre un trastorno crónico. Un 21,2% padece de depresión. Un 18,6% de ansiedad. La clave de la desigualdad empieza en la educación, que marca la situación de partida y, a partir de allí, se traslada a la precariedad del empleo o a la dependencia de unas prestaciones siempre insuficientes. Escribe Piketty que el sistema económico actual justifica la desigualdad al “estigmatizar a los perdedores como culpables de la falta de méritos, de virtudes y de diligencia.” Byung-Chul Han va un paso más allá. Este estigma nos desarma. “No convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo”. El régimen de la desigualdad tiene una lógica perversa. Traslada la ‘culpa’ sobre su circunstancia al desahuciado, mientras libra de toda responsabilidad a aquellos que se lucran. La desigualdad genera desigualdad. Llueve sobre mojado.

En una nota temática de WID.World (Base de datos mundial de la desigualdad), sobre desigualdad y divisiones políticas en España podemos encontrar algunas claves sobre cómo se prolonga el régimen de la desigualdad también mediante la narrativa social. Nuestros medios prestan especial atención a los temas que preocupan a los más favorecidos, eso es, lo relativo a la identidad y a la corrupción. La situación económica o el empleo pasan desapercibidos o se despersonalizan mediante estadística y anécdota. La falta de foco, de compromiso público se acaba trasladando al comportamiento de voto, especialmente en quienes han tenido menor acceso a la educación. Si en los años 80 y 90 el voto de la izquierda aglutinaba a las rentas bajas y a aquellos que habían tenido poca formación, la situación ha cambiado. Hoy quienes tienen menor educación votan más a la derecha. Se ha impuesto el voto identitario una auténtica cortina de humo que tapa las vergüenzas de la desigualdad.

Al principio de ‘Capital e Ideología’ Piketty escribe: “Es el combate por la igualdad la educación, y no la sacralización de la propiedad, de la estabilidad y de la desigualdad, lo que ha permitido el desarrollo económico y el progreso humano”. La única manera de revertir la desigualdad que polariza y lastra el progreso social es haciéndola visible y buscando una solución política. La educación y el empleo son la vía. La fiscalidad es el instrumento. Cuando tanto se discute y se reniega de un aumento mínimo del SMI lo que exige la situación es situar ya un tope a las rentas más altas, un salario máximo, aunque sea tan sólo durante el periodo de recuperación. Nada puede legitimar la desigualdad. Ni el mérito, ni el estatus. La consecuencia lógica de un régimen democrático debería ser la cohesión, porque nadie prefiere ser pobre ni tener menos oportunidades que cualquier otro. A no ser que lo tengan muy engañado. Llueve sobre mojado.

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