domingo, 26 de mayo de 2019

Falsos debates

La caída de beneficios industriales en China a principios de año, confirma un cambio de ciclo en la economía mundial. En un artículo reciente, Michael Wendl lo explicaba con dos argumentos no excluyentes: la saturación de los mercados, el uno, la debilidad estructural de la demanda por la desigualdad creciente, el otro. Cuando los pronósticos más optimistas anuncian que nos enfrentamos a una desaceleración controlada que estabilizará el crecimiento en tasas más moderadas, es hora de hacer balance de lo obvio. Así el informe 4/2018 del IEB señala que el 80% del patrimonio desviado a guaridas fiscales proviene del 0,1% más rico de la población (el 50% proviene del 0,01%), mientras las grandes empresas apalancan en ellas el 36% de sus beneficios. El cambio de ciclo no haría sino responder a la descapitalización permanente de la economía real, mediante el fraude y la elusión fiscal, y la devaluación de las rentas del trabajo.

El cambio se explica además por otras dos cuestiones que no son menores. Por un lado el capital promueve la deuda de los estados, porque esta confiere más poder que el que se puede alcanzar en el mercado a través de la inversión y de la economía real. Por el otro, la deuda que más crece es la de las propias empresas, en el marco de una ingeniería financiera que ha cambiado los parámetros, y que hace que el fracaso en los balances, incluso la ruina de los inversores, no sea óbice para triunfar como empresario (Trump). En este contexto, caen las inversiones públicas y privadas. Las primeras por esquilmarse los ingresos y las segundas por anticiparse la depresión de la demanda por los bajos salarios, y lastrarse la productividad. Así la pregunta central que se plantea hoy es, cómo pueden los estados revertir la política de redistribución, para asegurar el reflujo de los beneficios del capital al tejido productivo.

La descapitalización de la economía real y de sus tres principales redistribuidores: la fiscalidad, el trabajo y el estado del bienestar, se anunció en los años 70, pero se ha radicalizado con la crisis. Hoy en España a pesar de haberse recuperado y superado los niveles de beneficio de antes de 2008, se recauda un 37% menos, y el trabajo tributa de término medio el 15%, por un 9% el capital. Nos encontramos ante una doble paradoja. En relación a la redistribución vertical asistimos a lo que un periodista bautizó con acierto como ‘el chollo del crecimiento sin redistribución’, que pone en cuestión la función social del beneficio empresarial. En la redistribución horizontal, a pesar de que se pretenda contraponer la ‘modernidad’ de la globalización económica, a la obsoleta ‘soberanía social’, en realidad lo que tiene lugar, es una lucha sin cuartel por la hegemonía comercial mundial, de innegable identidad ‘nacional’.

No se trata tan sólo de China y EEUU, sino de la política del derecho hegemónico al superávit comercial, desarrollada por otras potencias, también europeas, que tienen en el mercantilismo su única bandera. En un mundo finito, con serios problemas de sostenibilidad, es hora ya de que se superen los prejuicios del ‘supremacismo’ sociocultural e industrial, y se comience a equilibrar las balanzas comerciales al mismo tiempo que se globaliza la fiscalidad y el derecho del trabajo. Es el momento de revisar axiomas como la curva de Laffer, que supuestamente permite conciliar menos impuestos con una mayor recaudación, o, aún más importante, la Ley de Say. Esta nos dice que “la producción total de bienes en un sistema económico implica una demanda agregada que es suficiente para comprar todos los bienes que se ofrecen”, una reliquia ideológica que justifica aún hoy un aumento permanente de la producción.

Como mostró Keynes, el error de Say radica en la suposición de que el dinero se emplea tan sólo como intermediario. Como muestran las guaridas fiscales, el capital es también dinero ocioso, reserva de valor, que hace que la demanda agregada pueda ser menor que la oferta, y que pueda simultanearse producción y desempleo. Esta dimensión, la de la economía financiera, es el problema central que se pretende disimular y del que se quiere distraer con el debate interesado de la digitalización y el advenimiento del mundo de los robots. Mientras algunos se rinden a este discurso con patrañas como el impuesto a las máquinas, otros como Paul Krugman recuerdan que el problema es otro, la pérdida de correlación de fuerzas, la dominación hegemónica de un neoliberalismo que transmuta la democracia en un espectáculo que se reserva al anfiteatro de los medios, pero que se censura en el corazón de la economía.

Como nos recuerda Michael Wendl en su artículo: “Lo que comporta cambios substanciales son las consecuencias de la globalización que se radicaliza con los tratados de libre comercio, las que comporta la financiarización de la economía sobre los mercados de trabajo, sobre la protección social y sobre la comprensión democrática de los estados.” Ante debates apocalípticos sobre la tecnología, que no persiguen sino confundir los términos de la ecuación, habrá que plantearse hasta qué punto es o tiene interés económico la gobernanza de Davos, Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, y si no habrá llegado ya la hora de ajustarles las tuercas al autómata que, con su desgobierno, pone en solfa la estabilidad y el progreso global.

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