sábado, 26 de enero de 2019

Puñalada trapera

La puñalada trapera, en sentido estricto, es aquella que se da con premeditación y alevosía a una persona desprevenida. El concepto se remonta al pueblo de Úbeda, en el siglo XIV, cuando un miembro de la familia de los Trapera remató a traición, y en plena eucaristía, a uno de la familia de los Aranda. Lamentablemente, 600 años después, la puñalada trapera sigue estando de actualidad, al menos en Europa, como demuestra el asesinato de la diputada británica Jo Cox, en 2016, o el reciente apuñalamiento del alcalde de Gdansk, Pavel Adamowicz, en pleno acto de recolecta de fondos para un hospital infantil. Ambos crímenes supusieron el clímax de una brutal campaña de acoso urdida por la cultura del odio y la sinrazón, contra políticos que habían hecho bandera de la inmigración y de la tolerancia. Por suerte, en nuestro país, la puñalada trapera existe en el ámbito político tan sólo en sentido figurado, aunque su uso haya proliferado de manera alarmante en este inicio de 2019.

La puñalada trapera es un concepto recurrente en el periodismo político y con él se designan decisiones repentinas, que se toman al margen del consenso existente en una organización, o en una alianza estratégica. Así se ha utilizado el concepto para criticar la huida hacia delante de Íñigo Errejón, para denunciar la iniciativa de Puigdemont al llevar ante el TC la Mesa del Parlament, o para censurar la ruptura intencionada del consenso existente en el PSOE sobre los presupuestos para 2019, por ejemplo por parte del presidente extremeño Fernández Vara, al pedir la aplicación del 155 en Cataluña, con la clara voluntad de impedir una mayoría favorable al proyecto en el Congreso. Sorprende especialmente la iniciativa del barón socialista, al haber hecho éste campaña en 2016 a favor de los presupuestos del PP apelando a los retos a lo que se enfrentaba el país, vocación pragmática que parece haber perdido cuando las cuentas que se presentan son las de su propio partido. En uno y otro caso la salida de filas no se puede entender sino es desde el oportunismo y la falta de lealtad al liderazgo político.

Parece como si hubiera algo que molestara profundamente de la estrategia de Pedro Sánchez a una buena parte de la burocracia territorial del PSOE, en sintonía con actores financieros y mediáticos de peso. Es de presumir que tampoco aquí el tema nacional sea más que la cortina de humo con la que se pretende ocultar una aversión endémica hacia el carácter socialdemócrata de las propuestas del gobierno, y que, como se ha dicho, son las que tienen un carácter más progresista en el largo recorrido realizado por el socialismo español desde la transición. En este sentido, vale la pena recordar la vocación social del plan director del trabajo digno o del plan de choque por el empleo joven, la tan esperada aplicación del aumento del Salario Mínimo Interprofesional, o las decisiones tomadas en el Consejo de Ministros del 28 de diciembre, en el que se obliga a dar de alta a la seguridad social a las prácticas formativas, se establece un convenio especial para las personas afectadas por la crisis, o se fija un recargo en los contratos temporales de corta duración.

También los presupuestos que tanto parecen atragantársele al presidente extremeño, llegado a la política bajo los auspicios de Alianza Popular, introducen un giro copernicano en las cuentas estatales, tanto por la parte de los ingresos, con incrementos en el IRPF de las rentas altas, en las de ahorro, en el tipo mínimo en sociedades, como en lo relativo al gasto, con la revalorización de las pensiones, un incremento de las becas, de los fondos para innovación y desarrollo, de la inversión en infraestructuras, en educación o en las políticas activas de empleo. Cuando las empresas del IBEX pagan de media un 6% de impuesto de sociedades, eso son, 9 puntos por debajo del mínimo que pretende introducir el gobierno de Sánchez (12 en el caso de la banca y las empresas de hidrocarburos), parece evidente que la presión es mucha, y que para algunos no hay mal que por bien no venga, cuando se trata de aprovechar la polémica visceral sobre la cuestión territorial, para arruinar los frágiles equilibrios con los que cuenta el presidente para mantenerse en el gobierno.

En la deriva autoritaria de la política española confluyen tres estrategias complementarias. Por una parte la de los partidos de extrema derecha, que ven en la polémica y la polarización mediática una oportunidad histórica para abordar las instituciones. Por el otro la del capital financiero que, de manera irresponsable, busca arruinar, al precio que sea, el giro social que se le pretende imprimir al marco fiscal y socioeconómico del estado. Finalmente, está la de una parte de la izquierda, la de aquellos liderazgos extemporáneos y oportunistas, que pretenden pescar en aguas revueltas y hacen una lectura interesada de la circunstancia política, asumiendo el riesgo de reforzar en su estrategia el nacionalcatolicismo resurgente. Es esta una actitud especialmente reprobable, porque subvierte y desarma la oportunidad de volver a centrar el debate en la cohesión social, la centralidad del trabajo y la salud democrática.

Es cierto que Sánchez se equivoca al renunciar a desplegar sus propuestas en el marco de un gran acuerdo en el marco del diálogo social, y prefiera pasar por el gotero de la mercadotecnia política las medidas negociadas con los agentes sociales. Esa vocación algo fatua por avanzar en solitario y obligar a los demás a seguir el rumbo por sentido de la responsabilidad, no genera la necesaria confianza y arruina la posibilidad de ampliar el consenso por la base social para hacer frente, no ya a una puñalada trapera, sino a la suma de todas ellas, en el marco de lo que vendría a serle al presidente, su propio y singular idus de marzo.

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