martes, 15 de enero de 2019

Cielo oscuro

El título del informe presentado por el Banco Mundial el pasado martes, ‘Los cielos se oscurecen’ es algo agorero, pero hay que tener en cuenta que el organismo, nacido junto al FMI en Bretton Woods, hace ahora 75 años, atraviesa un momento ciertamente convulso. Un día antes, el lunes día 7, el presidente del BM, Jim Yong Kim, anunciaba intempestivamente su dimisión y su retorno al sector privado. Para sorpresa de todos, argumentaba que era ahí, desde donde pensaba que podría contribuir mejor a la solución de los problemas de desarrollo mundiales. Un mensaje sorprendente pero diáfano en su sentido profundo, cuando viene del responsable de uno de los principales organismos multilaterales del planeta. Tal vez tenga algo que ver en la decisión el presidente Donald Trump, artífice de esos cielos sombríos que se anuncian en el horizonte, que no tardó demasiado en sugerir que el ex catedrático coreano de medicina y ex director de departamento en la Harvard Medical School, podría tener sucesora y relevo en la figura de su hija Ivanka; empresaria, socialité y modelo profesional.

Tal vez duela un poco, pero a nadie debería sorprender que, en el templo del dinero, acabe ejerciendo de sacerdotisa la hija de un magnate presidencial. Al fin y al cabo el grupo Banco Mundial se ha afianzado como uno de los exponentes más rancios de la ortodoxia neoliberal, superando por la derecha al propio Fondo Monetario Internacional, en el que lleva las riendas la encarnación de la diosa Kali, en una Christine Lagarde que ha aprendido a gestionar sin pavor la fuerza destructiva que precisan al parecer las economías deficitarias, con tal de que puedan regenerarse y concentrar la riqueza en quien no la necesita. Si desde el consenso de la postguerra el FMI actúa como prestamista global, el Banco Mundial es hoy el responsable del eufemístico ‘desarrollo’, de la lucha contra la pobreza, y de la promoción de la inversión y del comercio internacional. Qué deliciosa, sutil e infame contradicción no sería que la hija del más rabioso adalid del proteccionismo global ¡Se vistiera los hábitos de santa protectora del comercio mundial!

Junto a las instituciones de Bretton Woods, en la postguerra se afianzó el uso del indicador del Producto Interior Bruto (PIB), diseñado en un principio para medir la actividad de mercado, pero que se ha convertido, con el tiempo, en el mantra de la economía financiera. Ya avisaba su creador, Simon Kuznets, que el crecimiento no es un fin en sí mismo, y que hay que concretar qué crecimiento se desea y cómo se quiere emplear, pero parece evidente que la criatura se desbocó al poco de nacer, hasta el punto que hoy, el crecimiento ha acabado por substituir cualquier noción de progreso. En los últimos tiempos, se ha demostrado que el crecimiento puede ir emparejado, ya no con el deterioro medioambiental, sino con el aumento de la desigualdad, porque el PIB no sincroniza, necesariamente, con la mejora de las economías familiares. Lo vimos en Irlanda, donde, en 2015, el PIB aumentó en un 26%, mientras la renta de las familias aumentó tan sólo un 2,7%, y lo estamos viendo en la India, donde crecimientos de más del 7%, son compatibles con una fuerte precarización social.

Los sindicatos del país asiático movilizaron los dos días 8 y 9 de enero a cerca de 200 millones de trabajadores y trabajadoras, en una impresionante huelga general que denunciaba, no la renuncia del presidente del Banco Mundial, sino la ofensiva gubernamental contra la negociación colectiva y la privatización de la seguridad social en un mercado laboral, en el que el 90% de la fuerza de trabajo pertenece al sector informal. La informalidad, la pobreza, y la incertidumbre son los tres arietes que la ortodoxia del crecimiento utiliza para el control social, al precio de una pérdida de cohesión que, tarde o temprano, acaba pasando factura en términos de estabilidad. Lo vemos hoy en Europa y también en otras partes del mundo, y si parece evidente que bajar impuestos no es de izquierdas, porque la supuesta mejora acaba siendo siempre regresiva para las clases trabajadoras, tampoco lo es defender un crecimiento sin que al mismo tiempo se defina la redistribución de la riqueza que este genera.

Hace diez años Stiglitz, Sen y Fitoussi firmaban el informe: ‘Medir nuestras vidas: las limitaciones del PIB como indicador de progreso’, en el marco de la iniciativa ‘Más allá del PIB’. Diez años después, a finales de 2018, se publicó un nuevo estudio firmado también por Stiglitz, en el que se introduce la seguridad y confianza de las personas como elemento imprescindible para poder conciliar bienestar y crecimiento. En este estudio se demuestra que las políticas centradas en el PIB no tan sólo no han repartido la riqueza que genera el crecimiento, sino que han aumentado la incertidumbre, y con ella la pérdida de confianza en el sistema político, mediante reformas estructurales que han esquilmado los sistemas de pensiones, el marco del derecho laboral o la correlación de fuerzas entre trabajo y capital. Priorizar el PIB ha supuesto priorizar el mercado por encima de la sociedad, y, si como dice el autor, ‘Lo que mides afecta lo que haces’, es hora de medir en función de lo que importa, y eso no es la riqueza gratuita, sino la cohesión de nuestras sociedades, y la seguridad y confianza de las personas.

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