domingo, 16 de diciembre de 2018

Oda al pavo

Un rumor recorre mares y praderas. En las rías y en los claros, en establos y granjas, por estas fechas se desata al unísono una algarabía de voces; graznidos, cacareos, balidos y guarridos que trasladan un solo mensaje angustiado: ‘Va a nacer el hijo del hombre’. Las cigalas escarban con sus pinzas en los fondos arenosos del océano, los puercos se amagan tras las encinas, y los pavos, los pobres pavos, corren despavoridos, persiguiendo la línea del horizonte. Mientras se afilan los cuchillos y se saca brillo a las ollas y sartenes, unas relucientes, otras algo abolladas, las cajas registradoras repican frenéticamente, y zumban los datafonos en un éxtasis colectivo. El solsticio de invierno es, desde tiempos inmemoriales, el momento del ágape, de la fiesta y del agasajo. Tras sacrificar a los animales que no podían ser alimentados durante el invierno, completar la fermentación de vinos y cervezas, y sellar las reservas de grano, se vivía al fin un breve momento de exceso, en aras de una dura travesía por la estación más frugal del año.

El festival que celebraba la culminación de un nuevo ciclo solar, que sacralizaba el rito de la resurrección de la naturaleza, fue transmutado con astucia por la iglesia en una efeméride de carácter antropocéntrico. Para ello trasladó el foco; de la simbiosis con el mundo natural, con su fertilidad y exuberancia, a la simbiosis reflexiva, eso es, con el propio ser humano. Con un sigilo encomiable, sacó del pesebre la paja, la semilla y el grano, y puso en su lugar, como objeto de adoración, a una diminuta persona, que presentó como redentora de la condición humana, y de la cual se declararon de inmediato hijos, discípulos y dueños de la patente, los apóstoles de una nueva era. El giro se las trae porque, a diferencia del ciclo natural, la resurrección de las personas es un fenómeno de índole mucho más especulativa e improbable, máxime cuando se defiende la gestación asexuada. Hay que sospechar así, que foco y efeméride, no quisieran celebrar tanto la natalidad y fertilidad de la naturaleza humana, sino, más bien, el nacimiento de la propia iglesia de Roma.

Y hay que decirlo, es una lástima, porque nos hemos quedado sin la oportunidad de tener una fecha en la que poner en valor y celebrar la propia condición humana. Parece algo alevoso sí, más aún si miramos el panorama mundial y nacional, con sus excesos, torpezas y crueldades, pero precisamente por eso, para mantener viva la llama de la esperanza, habría que poner en el calendario un solo día en el que reverenciar la dignidad que es connatural al ser humano, y alentar e insistir, sin demora, en trabajar juntos para alcanzar la meta suprema, que no es la redención ni la absolución final, sino el bienestar y la felicidad de aquellos y aquellas a quienes amamos. El riesgo, si no hay mejora, es que nos acabemos quedando solos con los puercos y con los langostinos, porque los pavos, los pobres pavos, ya se nos habrán escapado. Y aunque de tanta frustración nos lo acabemos comiendo todo, tampoco habrá de servirnos para olvidar que, en un lapso de tiempo demasiado corto, nos habremos quedado definitivamente solos.

En algo tiene razón la iglesia. La maternidad y la paternidad son sin duda un acto de fe, pero no en el más allá, sino en la sociedad en la que se va a guarecer la indefensa criatura. Esta fe se ha roto por la voracidad de los mercados y por la falta de empatía institucional y política. En el horizonte la demografía conjura tempestades. La natalidad ha caído a los niveles de la postguerra incivil y, de un año a otro, nos hemos birlado un bebé de cada veinte. A nadie puede extrañar, cuando la calidad y la estabilidad del empleo de los jóvenes es de una vergonzante penosidad, y el acceso a la vivienda un milagro en toda regla. La edad a la que se emancipan las personas en nuestro país, supera en tres años la media de la UE, y en nueve y seis la de países como Suecia o Alemania. Si el gasto en educación es miserable, las prestaciones familiares en Catalunya suponen la tercera parte de las que se ofrecen en Europa, por no hablar del IVA sobre pañales y compresas, del coste de la educación de 0 a 3 años, o del gasto de unas actividades extraescolares inaccesibles para una de cada cuatro familias.

Parece ser que, tampoco en estas fechas, haya mucho que celebrar en relación a la natalidad, cuando el sentido común empuja a tantas personas a posponer, año tras año, la creación de una familia. Menos aún, cuando los que nos quitaron la paja y el grano, siguen reclamando su propiedad sobre el útero ajeno, y el derecho a imponer la vida, más allá de la voluntad de las madres. Son estos los que ahora se asoman y sacan la nariz por encima de la cuna. Si juntamos una y otra cosa, no nos habría de extrañar si, finalmente, esa diminuta persona que nace cada solsticio de invierno, acaba haciendo las maletas, recoge paja y grano, y se pierde en el horizonte, junto al pavo.

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