domingo, 9 de diciembre de 2018

Más democracia!

La Constitución cumple 40 años pero, mal que nos pese, hay poco que celebrar. El barómetro del CIS de noviembre muestra que más de un 70% de la población cree que la situación política en España es mala o muy mala, y, después del paro, se identifica a los políticos y a los partidos como el principal problema, muy por delante de la educación, de la sanidad, de la inmigración o de los estatutos de autonomía. Esta valoración no nos debería de coger por sorpresa. Si miramos la serie histórica, la valoración de la situación política ha ido a la baja, especialmente desde el inicio de la crisis. En 2008, el 20% la consideraba buena, y tan sólo el 6,5% la tachaba de muy mala, pero en diez años nos hemos situado en un 3,5% de aprobación y en cerca de un 40% de desaprobación rotunda. Algo tendrá que ver la crisis cuando los problemas que más afectan personalmente son identificados como el paro y la situación económica (28,6 y 22,3%).

La desafección frente a la política no viene así de la cuestión nacional, sino de algo mucho más sencillo: La política no da respuestas a los problemas reales de las personas. Si por ejemplo asumimos que la Constitución establece el derecho al trabajo, y que, en sus cuarenta años de historia, hemos pasado 27 con un paro superior al 15% (21 en Catalunya), parece sensato presumir que la realidad que preocupa a la ciudadanía es, en esencia, la de un sistema y una práctica política, incapaces de asegurar un derecho que comporta la garantía de renta para tres de cada cuatro personas. La explosión del desapego, e incluso de un evidente desarraigo, la hemos vivido así con la respuesta neoliberal a la crisis, y la clave de bóveda de ésta ha sido la de blindar el papel del estado, no para beneficio de la ciudadanía, sino para imponer medidas que, por su falta de legitimidad, han cercenado su carácter democrático.

Si Margaret Thatcher afirmaba que “la economía es el método, y el objetivo es cambiar el alma”, nos encontramos hoy con que la esencia que se ha pervertido con la deriva neoliberal, no es la de las personas, sino la de una democracia que se somete al dictado de los mercados en detrimento de la ciudadanía, y que convierte la política en artificio y polémica permanente, pero no en eje vertebrador de la convivencia, y en palanca de progreso social. Escribe Daniel Innerarity en un texto reciente que “el ciudadano corriente vive hoy la política como un exceso que no le orienta pero sirve para irritarle”. Frente al relato de la amenaza permanente; social, demográfica, económica, medio ambiental, el debate público, impulsado por los medios, y dramatizado por las redes, sitúa la política como una cacofonía hostil, polarizada, que no es capaz de mediar ni de construir consensos desde la responsabilidad colectiva.

En el río revuelto de la confusión lanzan así su anzuelo los paladines de las soluciones fáciles y de los discursos primarios. Prometen eliminar la complejidad de un mundo globalizado y en permanente transformación, pero lo hacen con recetas de la edad de piedra que promueven la involución democrática e instrumentalizan la impotencia, la incertidumbre y la desafección. Hoy, como hace cuarenta años, hace falta un giro copernicano en la cultura política. Un cambio que ha de comenzar por considerar la política no como un medio para ejercer o acceder al poder, sino como la esencia misma de la democracia, que para desplegarse precisa de la participación, del compromiso y de la transparencia. Para ello es necesario avanzar en tres sendas que tienen un objetivo común, aquel que Innerarity resume en ‘más democracia’.

En primer lugar hacen falta más demócratas, porque la calidad de los representantes políticos es el fiel reflejo de la cultura política de quienes votan, y una democracia dinámica precisa del juicio sosegado y de la conciencia crítica del electorado, y eso tiene que ver con la educación y la formación políticas. Es además imprescindible mejorar los mecanismos de interpretación de la realidad, y estos no son sino los medios de comunicación, que tienen una función y una responsabilidad central en la orientación y construcción del relato político. Finalmente, hay que poner fin a la opacidad y al privilegio, y primar la responsabilidad y la inmediatez que requiere el ejercicio de la representación política, con tal de que pueda dignificarse. Los tres exigen un urgente cambio de tercio, el de recuperar sosiego y proactividad como focos centrales de una cultura democrática que no se base en la polémica y la visceralidad, sino en la cooperación y la construcción colectiva.

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