domingo, 11 de noviembre de 2018

de generaciones...

La comprensión de lo que entendemos por ‘generaciones’ tiene dos ámbitos diferenciados. Junto a las generaciones como sucesión de cohortes de padres/madres e hijos/as en un mismo núcleo familiar, están las generaciones sociales, cuya teorización arranca a mediados del siglo XIX, y se alimenta de la exaltación romántica del poder transformador de la juventud. Así cuando se habla de generación perdida (1883-1900), de entreguerras (1901-1913) o de gran generación (1910-1925), la referencia no se ciñe al contexto en el que estas nacieron, sino al del cambio o de la transformación que experimentaron en su etapa de juventud, y que, en función de la virulencia de estos, comportaría una mayor o menor grado de cohesión generacional. Si en las tres de principios del siglo XX, el factor determinante es su participación en las dos grandes guerras, a partir de 1945 lo son las transformaciones sociopolíticas y también tecnológicas.

Así, la generación de los baby boomers es, en el mundo occidental, la de la ausencia de conflictos bélicos, del crecimiento económico y de la explosión demográfica, la generación X (mediados 60 a 80) es la que experimenta el declive del contrato social, y las dos siguientes, la generación Y, o milenials, y la Z, las que en su juventud han vivido la transformación digital y también la emergencia de la precariedad en las condiciones de vida (alquiler…) y de trabajo (temporalidad…). Al margen de la cuestión no del todo anecdótica que comporta que, con la última generación, parezcan agotarse las letras del alfabeto, con las X, Y, Z se hace manifiesto además, que el nexo que las une, viene marcado antes por el marketing (eso es, la oferta), que no por una construcción de la identidad a través del conflicto con otras generaciones, o del pulso de autoafirmación y de transformación del contexto sociopolítico (eso es, demanda).

En esta misma lógica, vale la pena destacar otro elemento ligado al uso y abuso del concepto de generación: el de la convivencia de diversas cohortes en un mismo momento histórico. La referencia clásica en este aspecto son las pruebas ‘army alpha’ y ‘army beta’, del ejército de los EEUU, hace ahora 100 años, en el que se pretendía definir la capacidad de cada generación en función de fórmulas de análisis cognitivo, para establecer su aptitud para el liderazgo en un contexto determinado, aquí eminentemente bélico. Su laxitud científica radica en el propio planteamiento que compara, en términos de ‘capacidad’, generaciones con experiencias y recorridos muy diversos, en relación a la educación o la extracción social (económica, rural y urbana…), cuando lo suyo, en la construcción de un modelo extrapolable, es comparar la transformación de las capacidades en una misma generación mediante el análisis longitudinal.

Por plasmarlo gráficamente, se podría decir que para apreciar el valor que genera la ‘madurez’ hacen falta estudios ‘maduros’, eso es, a lo largo del tiempo, a riesgo de constituir precedentes inmaduros, instrumentales y precipitados, que deriven en prejuicios determinantes a los que les falta base científica. Esta circunstancia es, sin embargo, la que se ha instalado con una fuerza singular en nuestro modelo empresarial. Lo vemos en las ofertas de empleo, que hoy se dirigen a un trabajador/a tipo de 33 años de media, y cuyas vacantes para mayores de 45 años se han reducido aún más en los últimos dos años, de un 4,04 a un 2,21% en nuestro país. No cabe duda del carácter ‘interesado’ del modelo de envejecimiento que inspira el mercado de trabajo, cuando la supuesta mayor ‘capacidad’ de los jóvenes, tampoco se traduce en una compensación económica proporcional, sino que se alude a la ‘inexperiencia’ (irrelevante si el modelo es cognitivo), para justificar salarios más bajos y mayor precariedad.

La ciencia ‘madura’ nos dice que sí existe una transformación de capacidades que nos hace transitar de un tipo de inteligencia denominada ‘fluida’ (cognitiva, con mayor memoria operativa, razonamiento abstracto y resiliencia) a otra ‘cristalizada’ (en base al conocimiento y la experiencia, con mayor control emocional y habilidades sociales…). Nos muestra además cómo la gestión de la diversidad en las empresas, y la combinación de ambas tipologías, produce valor en términos de calidad y de estabilidad económica. Esta realidad permanece, sin embargo, ajena a la práctica del tejido productivo que precariza a los jóvenes en su acceso al empleo, y margina a los de más de 45 años cuando tratan de reincorporarse al mundo laboral. Así en los últimos diez años, se ha cuadruplicado el número de trabajadores/as de más de 45 años, que llevan más de 4 años en el paro, y 1 de cada 2 lleva hoy más de 2 años desempleado.

El déficit del modelo de capacidades que se ha instalado es muy elevado; en lo relativo al coste humano, pero también en lo relativo a la sostenibilidad de nuestro modelo del bienestar (cotizaciones, prestaciones…). La urgencia de una respuesta que desactive los prejuicios interesados se hace aún mayor por la proyección demográfica (cada vez más trabajadores/as tendrán más de 45 años), pero también por la creciente pérdida de cohesión que sufrimos, y que precisa de más capacidades sociales que refuercen la capacidad del sistema para integrar al conjunto de la población. Esta necesidad es aún mayor si tenemos en cuenta la presión añadida que introducen automatización, digitalización y la transferencia de rentas del trabajo al capital. Tender puentes y cohesionar generacionalmente el tejido productivo habría de ser por eso una prioridad. Permitir que el modelo siga centrándose interesadamente en un discurso excluyente que fomente la competencia entre una y otra generación no es sino pura degeneración.

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