domingo, 2 de septiembre de 2018

Guerra a la inercia

Cuando el Nautilus queda varado en pleamar, a poca distancia de la isla de Gueboroar, el protagonista, Aronnax, echa la red y saca del mar un hallazgo inesperado. Se trata de una caracola sinistrógira, eso es, cuya espira gira hacia la izquierda, lo cual, tal y como explica el profesor a Conseil, supone una exótica rareza: “Sabido es, según lo han observado los naturalistas, que la dirección diestra es una ley de la Naturaleza. El hombre emplea su mano derecha más que la izquierda, y por consiguiente, sus instrumentos, aparatos, escaleras, cerraduras, muelles de reloj, están combinados de modo que la vuelta a la izquierda sea una excepción, o sea la que represente el movimiento contrario al fin propuesto, o el menos frecuente; la cuerda, en las máquinas de muelle, se da a la derecha; los tornillos vuelven a derecha para armar o asegurar, y a izquierda para desarmar. Esta ley observa la Naturaleza…”

Con esta descripción Julio Verne aporta, con elocuente rigurosidad científica, lo que tal vez represente la síntesis más rotunda de la naturaleza de las orientaciones políticas, donde la derecha, como el derecho, es expresión de lo ‘firme’, lo ‘recto’ o ‘lo rígido’, mientras que la izquierda lo es de ‘apertura’ y ‘transformación’. Así, la derecha se realiza en la defensa del estatus quo, con independencia de que sea justo o no, porque la derecha es conservación, aunque sea de un orden que destruya, mientras que la izquierda es cambio, reivindicación de un orden que no existe, porque se construye permanentemente. A pesar de que el origen de la identidad ideológica de la ‘derecha y la izquierda’ se sitúa históricamente en la disposición de los delegados en la asamblea nacional francesa, en 1789, no se puede descartar que su inercia perdure desde el giro telúrico y primigenio, que dio forma a las valvas prehistóricas.

Se podría argüir que la galaxia se mueve hacia la derecha, que lo hace la tierra con respecto al sol, que incluso nuestra víscera más íntima, aquella que descansa entre oreja y oreja, proyecta como reflejo, la naturaleza de dos hemisferios que encierran creatividad y lógica. La realidad es que existe una inercia implacable que hace que el tiempo empuje a las personas y a las organizaciones a armar, asegurar, conservar lo que creen tener o representar, y que el progreso sea el intento de anularla. Dice uno de los personajes más rematadamente malos salidos de la máquina de escribir de González Ledesma que “la izquierda es sólo una derecha que no ha llegado” (Crónica sentimental en rojo), y es esta una ironía ácida, de un insufrible cinismo, que sin embargo retrata lo vulnerable que resulta cualquier ‘ortodoxia’ (orden) revolucionaria o de reforma, ya sea en el marco de la socialdemocracia o del comunismo.

En una publicación reciente Leo Panitch y Sam Gidin escriben que ‘Escapar de la crisis de la clase trabajadora no es una cuestión de mejores políticas, sino en primer lugar un reto organizacional.’ Superar la inercia requiere de un ‘movimiento político militante y catalítico de subversión multidimensional lo más amplio posible’, o lo que Gorz llamaba ‘una estrategia de reformas progresivas’. No se trata por tanto de dirigir la clase, sino de que se construya de manera permanente. En otro texto, Wolfgang Streeck tras definir el capitalismo como ‘un régimen social cuya supervivencia depende de la continua expansión del rango y naturaleza de relaciones sociales monetizadas, produciendo ‘crecimiento económico’ a través de la merma del contexto social que lo envuelve’, propone que la única revolución posible para subvertirlo es una revolución cultural que arraigue con la fuerza de una religión.

Pero por muy apropiados que sean algunos análisis de Streeck, por muy provocadores que sean sus planteamientos de la ‘renacionalización de la lucha de clases’, a nuestros ojos la religión, como superstición institucionalizada y sistema de reproducción de órdenes establecidos (y por tanto de derechas), aporta muy poco a la fuerza que desata la conciencia crítica en combinación con la democracia participativa.

En cualquier caso conviene recordar que al poco de maravillarse de la extraña concha que sostiene en sus manos, el protagonista de ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’, Aronnax, se ve sorprendidos por una piedra que, lanzada por un indígena, destroza el precioso objeto. Su criado, Conseil, no puede resistirse a coger una escopeta y disparar al indígena que agita su honda a diez metros del Nautilus. El tiro traza imparable su trayectoria, para destrozar el brazalete de amuletos que cuelga del brazo del salvaje.

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