lunes, 24 de septiembre de 2018

Golem Brothers

El 15 de septiembre de 2008, el ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, legó a la historia una cita de calado: “En un cambio financiero siempre hay ganadores y perdedores. No deberíamos intentar proteger todas las instituciones”. La frase, que pretendía legitimar que el banco de inversión Lehman Brothers no fuera rescatado, con el tiempo acabaría por adquirir su verdadero significado. Los 700.000 millones de dólares que el presidente George Bush pidió al congreso 5 días más tarde, en el marco de un plan de emergencia que pretendía evitar la bancarrota del conjunto del sistema financiero, salvarían a este del abismo, pero al precio de una ayuda que le exigió al contribuyente norteamericano un esfuerzo idéntico al del enorme dispendio de la guerra de Iraq. El secretario del Tesoro, Henry Paulson, enfatizó la excepcionalidad del momento con otra cita de dimensiones apocalípticas que recoge bien la histeria del momento: “Si no se aprueba (el plan), que Dios nos coja confesados”.

10 años después sabemos ya a qué instituciones se refería Greenspan, evidentemente las públicas, y quién marca la pauta en los negocios de dios en el mundo de las finanzas. El septiembre negro fue el detonante de lo que se ha establecido como crisis financiera, pero cuya verdadera dimensión es la de una crisis moral de consecuencias desastrosas. Su herencia política, económica y social es, en primer lugar, la desconfianza. El lema de la impunidad, la de aquellos colosos financieros que, más allá de su carácter corrupto y parasitario de la economía real, son ‘demasiado grandes para caer’, ha socavado la legitimidad del sistema, sembrando una desconfianza que alimenta, día a día, un populismo sin límites. Pero el precio pagado por los que sí somos suficientemente pequeños para caer, es, además, el de la desigualdad, seña distintiva del triunfo neoliberal, y el de la precariedad: De los estados, con una deuda que es ya en muchos casos inasumible, y el del trabajo, abocado a una intensa devaluación.

La crisis, con sus tres actos, el de facilitar e inducir las condiciones para la hecatombe del 2008 (derogación de la Ley Glass-Steagall…), el del propio estallido de la burbuja financiera, y el último, la imposición de condiciones draconiananas hasta subvertir el sistema del bienestar, escribe, más allá de alharacas y retórica hueca, la historia de una revolución en toda regla, que ha entronizado hoy al sistema financiero como único gestor mundial. El discurso hegemónico, que incluye veleidades como la capacidad autoregulatoria del mercado, su fuerza creadora, o el crecimiento, como una marea que levanta todos los barcos por igual, ya sean transatlánticos o cayucos, se ha asentado con la lógica de un axioma divino. Que hoy la clase trabajadora se vea arrastrada por los lodos del discurso xenófobo, que cuestiona la migración de refugiados y víctimas de guerras y sequías, sin denunciar los abusos que comporta la libre circulación de capitales, nos debilita a todos/as, mientras blinda en su poder al sistema financiero global.

Llegados a este punto, la duda que se plantea es si detrás de la crisis o revolución del capital financiero hubo intención y estrategia, si fue o no programado, o si fueron tan sólo las circunstancias, las que levantaron esos gigantes de pies de barro, que en su caída acabaron sepultando las finanzas públicas y con ellas bienestar y cohesión social. La imagen que nos viene a la cabeza al pensar en Lehman Brothers y en algunos otros monstruos financieros, es la del golem, aquella criatura del imaginario hebraico europeo hecha de materia inanimada, y tan fuerte y arrogante como falto de inteligencia. Este engendro monstruoso precisaba, para funcionar, que le fuera introducido un papel con una orden por la boca o por cualquier otro orificio, cuyas órdenes acataba con inquebrantable lealtad. Cuenta una de las leyendas que al solicitársele que fuera a sacar río a sacar agua’, el Golem siguió la instrucción a pies juntillas, sacando agua sin parar hasta terminar por inundar toda la ciudad.

Al observar una fotografía del ex presidente de Lehman Broters Richard Fuld, apodado el gorila, que tras una breve excursión por la inopia, hoy campa de nuevo a sus anchas por Wall Street, toma fuerza la sospecha de que los bancos que ocasionaron la crisis, y también aquellos que la volverán a provocar, son criaturas hermanas de ese Golem que no guarda en su torso de fango ni cerebro ni corazón. No fueron ni serán sino marionetas, pioneros o sicarios, que aportaron una ayuda impagable en la lucha por imponer un nuevo orden mundial. El resultado, la impunidad, la desigualdad, la precariedad y una sociedad permanentemente dividida y crispada, es el río revuelto en el que pesca el sistema financiero. Cuando el ciclo se agote y de nuevo todo se empiece a tambalear, se asomará por los parquets y por los bancos centrales la larga sombra de un nuevo golem. La crisis se ha establecido, al fin y al cabo, como un inmenso y colosal ejercicio de redistribución de la riqueza y del poder democrático, que volverá a presentarse, con la puntualidad de una cosecha.

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