lunes, 21 de mayo de 2018

Todos tenemos razón

Dos furgonetas avanzan a medio gas. Es de noche, pero cuando han pasado Roncesvalles y el Torreón de Don Jacinto, el sol apuntaba en el horizonte. Un cartel a media luz indica que entran en el término de Galapagar. Los hombres están nerviosos y clavan sus codos en las rodillas. Huele a agua de colonia, a café, a sudor. Al entrar en la urbanización los vehículos se ponen al ralentí y se detienen junto a un muro. Deben ser alrededor de las seis, y el coche del procurador se acerca, al fondo del retrovisor. Aparca a la altura del conductor de la primera furgoneta. Bajan los vidrios casi al unísono y se dirigen unas palabras. Todo se detiene por un momento y tan sólo se oye el ruido del motor.

De frente se hace visible una motocicleta. Avanza. El petardeo interrumpe la calma de manera violenta. Un abogado, embutido en una parca granate, se apea y se aproxima. Se abre una puerta y nos dan la señal. Nos bajamos. Todos tenemos razón, y nadie la tiene. Es otro desahucio más, que podría llamar la atención de la prensa, y por eso se ha organizado sin dilación, convocándonos por teléfono, a las 3 de la mañana. El timbre penetra el aire gélido de la sierra y se estrella en su manto de escarcha. Estamos cansados, hambrientos. Junto a la puerta esperan tres personas que miran de manera intempestiva por encima de la verja, hacia la puerta del edificio, a unos metros de la piscina.

Algo se mueve por la casa, y el abogado, el procurador y el inspector se impacientan hasta que alguien administra un nuevo y breve timbrazo. Cuando sale, se le ve viejo, desmejorado. No han pasado ni 15 años, pero le ha pillado la crisis, la que llaman definitiva. Ni cinco años han tardado en ver derrumbarse su suerte. La suya y la de tantos. Son los errores. El de los ingresos y también el de los gastos. Un préstamo suele conllevar ambas cosas. De repente hay liquidez, mucha, y la confianza, para que uno la invierta. En el caso del chalet, con un interés un poco inferior al 2%, la mensualidad era de alrededor de 1.800 euros. Pero era previsible. Estuvo lo de Irán y la inflación subió, y al final con un 8% estaban pagando más del doble.

No hay quien aguante ese ritmo, y menos cuando has perdido tu magnetismo, tu coherencia, tu reputación. El hombre hace el amago de iniciar una discusión, pero luego se calma, suspira, y se jura tal vez, que no habrá apretón de manos. Salen dos adolescentes y una mujer, con tres maletas. Se dirigen al coche que está aparcado junto a la puerta del garaje. Cuando los votaba él lo vio de manera diferente a la mayoría. Era joven y le hubiera dado su merecido a quien se hubiese atrevido a decirle que estaría de pie allí, diez años después, pisándose los callos, embutido en un traje de antidisturbios. Pensó que se habían dejado llevar por la tentación, la más sencilla, la de realizar la utopía de los demás, y disfrutar, tan ricamente, del sueño.

Por eso todos tienen razón, y no la tiene nadie. Las botas aprietan, el frío se interna por debajo de las planchas de plástico, y la humedad se deposita en la visera del casco en gruesas gotas, que resbalan por la nariz. Es el castigo de quien ha realizado su sueño, precisamente por caer en la tentación. Normalmente la llama del éxito no se apaga de golpe, y las caídas son largas, como cipreses. No se estampa uno de golpe, sino que vive suspendido en el eco primero, y luego se desliza por la falda de la farsa, hasta romper a los pies de la realidad. Allá vamos y de allí venimos. Si no le perdonaron y lo despreciaron por ser como todos los demás, es porque todos tienen razón, y nadie la tiene, y así estamos, sin poder avanzar.

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