domingo, 13 de mayo de 2018

La escuela del arte

En la Ciudad Cooperativa de Sant Boi de Llobregat, un barrio obrero construido hace ahora 50 años, se encuentra ‘La Peixateria’, una galería de arte que rompe con todos los moldes al uso. Como su propio nombre indica, se trata de una sala en la que la creación artística comparte espacio con los productos del mar. El proyecto, ideado por Domingo Martín y Manuel Morales, y premiado por su carácter innovador, es una metáfora que abre el universo de lo cotidiano, y su aparente banalidad, al influjo provocador del arte, en un espacio de tránsito que es un homenaje a la migración, y a la vocación de frontera que es tan característica de este barrio de doble periferia del Baix Llobregat, un océano en miniatura, y al mismo tiempo, un gran panal.

Estos días la galería ofrece, junto a cefalópodos, gadiformes y escómbridos, unos sugerentes ‘pececitos de ciudad’, que, al igual que otras piezas hechas de papel o de lata, no provienen del mar, sino de la mano y el horizonte crítico del poeta visual y performer Carlos Pina. Si la performance es el ‘arte de la presencia’, como la definiera Esther Ferrer, tal vez sea también ésta la clave para entender la ‘Peixateria’; como un espacio de exploración y de ambigüedad, en el que superar la vocación unidireccional del relato, para experimentar la comunicación por su lado más completo e íntimo, el de la propia vivencia. De esto trata la performance y a ello llevaba entregada desde hacía muchos años la artista María Cosmes, que este lunes nos dejó.

Podemos descubrir e intentar comprender la trayectoria de María a través de su web, y en un completo artículo que le dedica su compañero, Carlos. En él define el contraste entorno al que parece gravitar la obra performática de Cosmes: por un lado el ‘lien’, en francés ‘vínculo’, como posibilidad del encuentro, por el otro el ‘alien’, en inglés ‘extraño’, eso es, la distancia que nos separa a los unos de los otros, y que pretendemos superar. Esta es, sin duda, la más rotunda dialéctica, la más sencilla, la de la pulsión entre el individuo y el colectivo, con todo lo que comporta, de deseo, placer, miedo y brutalidad. Las perfomances de María lo ponen en escena y lo trabajan; con corbata, soga, cuerda e hilo, como metáforas del proyecto ‘social’.

El trasfondo de las intervenciones de Cosmes nos invita una y otra vez al mismo escenario, el de la construcción de la propia identidad a partir de la relación con los demás. Paseando su cabeza envuelta en una cuerda que le ayudan a deshacer las asistentes, y que lleva prendida al corazón. Comiéndose un hilo rojo que la une a otros/as. Atenazada por unas ataduras de las que tira, o que convierten su baile en una inquietante pantomima. Decía Sartre que el infierno son los otros, y en la tensión entre la cercanía y la distancia que nos separa de los demás, se inscribe el tortuoso itinerario que evoca María en sus performances. Es este el que delimita nuestra libertad, el que nos circunscribe al perímetro en el que discurren horror y felicidad.

El existencialismo ha sido sobreseído por el discurso implacable del hedonismo existencial, que parece empujarnos, también a nosotros/as, a la periferia de la historia. Frente a quienes piensan que esto es irrelevante, conviene apuntar que no habrá progreso ni proyecto realmente colectivo, si no se asume antes el papel central que detenta la responsabilidad individual. Comporta esto a veces una gran soledad, una madurez angustiante, especialmente cuando se entromete el dolor, y este atenaza y esquilma el cuerpo como ‘registro de dignidad’. El arte es así una vía preferente para permitirnos comprender que no hay más trascendencia que la de la propia trayectoria vital. Para hacerlo se sirve de artistas como María Cosmes: íntegros, sinceros, rotundos.

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