Cuando la secretaria confederal de la CES, Esther Lynch, pronunció aquellas palabras, todas y todos nos sentimos repentinamente transportados a un escenario gélido, muy al norte de Bruselas y del Edificio Internacional de los Sindicatos, donde celebrábamos el 1 de mayo en el marco de un modesto acto festivo. Fue escuchar aquellas palabras y oír el viento golpeando las pieles de la yurta entre el relincho nervioso de los caballos. ‘El invierno llega’, había advertido bromeando la sindicalista irlandesa, y a todos/as nos vino la misma imagen a la cabeza: Un ejército de muertos abalanzándose sobre nosotros, superando el muro de golpe, trayendo una nueva crisis, aún más implacable que la de 2008, más intensa y de mayor profundidad.
Se empiezan a oír con mayor insistencia voces que sitúan el fin de la fase de crecimiento a medio plazo. El especialista en metáforas climatológicas, el Fondo Monetario Internacional, propone en su último informe fiscal (Abril 2018:
Capitalizar en buenos tiempos), no sin cierta flema, que es hora de ahorrar para un día lluvioso. Receta así que aprovechemos el crecimiento para iniciar una fase de consolidación fiscal, ampliando y mejorando las bases, con tal de disponer de medios financieros para atajar la deuda pública e invertir en la economía productiva, en el empleo, la salud y la educación. Lo de la lluvia resulta apacible, casi evocador, pero no nos distrae de la visión de esa mirada azul, glacial, que lucen los caminantes blancos.
Estos se han vuelto a parapetar, al parecer, en las oficinas del Banco Mundial, y se han llevado por delante, como primer muerto, al anterior economista jefe Paul Romer, que se atrevió a cuestionar la parcialidad y neutralidad política del ranking de competitividad de la institución. Su relevo, el búlgaro Simeon Djankov, recupera para el BM la perspectiva desreguladora que se impuso hasta 2009, bajo el tótem financiero de que la regulación laboral frena empleo, crecimiento e inversión. A pesar de haber revisado ya estos postulados, el Banco Mundial vuelve a ellos y pone de nuevo en pie de guerra su ejército de momias contables, de cadáveres políticos y de apolillados economistas, para que se lancen sobre nuestro futuro inmediato.
La criatura, el ‘
Informe de Desarrollo Mundial 2019: La naturaleza cambiante del trabajo’, ha sido engendrada muy al norte, al margen de cualquier diálogo con sindicalistas o trabajadores, excluidos de un texto que tiene la temperatura social de un palito de merluza y la empatía de un verdugo de pro. Los capítulos más sangrantes son sin duda el 6 y el 7 dedicados a la transformación de las instituciones del mundo del trabajo y a la actualización del contrato social. Se trata en definitiva de armonizar a la baja, equiparando a todos los trabajadores en la economía informal, y substituyendo la sociedad del bienestar por una sociedad de mínimos, cuyo principal pilar es una renta básica financiada con impuestos regresivos al consumo.
El que esta pesadilla se presente bajo el señuelo de un ‘contrato social’, resulta más irritante que el trote de un caballo muerto, y a nadie extraña que el informe dedique sus primeras líneas a ultrajar la memoria de Keynes y de Marx, del que estos días celebramos el 200 aniversario. La torpeza del texto, que llega a proponer incorporar al contrato social garantías para los primeros 1.000 días de la vida de los niños y niñas, y el acceso a todo un año de educación preescolar, es sin duda el producto de mentes carcomidas y muy frías. Su voracidad nos demuestra una vez más, hasta qué punto están de actualidad, marxismo y teoría crítica, y cómo para analizar la naturaleza cambiante del trabajo, no hay como el Vidriagón, eso es, abrir reflexión y debate a la necesaria naturaleza cambiante de la riqueza, y muy especialmente a la acumulación de capital.
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