martes, 3 de abril de 2018

Resurrección

Revolviendo en los papeles de mis abuelos paternos, ambos maestros, me encuentro con los expedientes de depuración que se les abrieron, en 1939, tan sólo unas semanas después de que las tropas franquistas entraran en Barcelona y pusieran fin, definitivamente, al sueño de la república. En el expediente que se le abría a cualquier funcionario, con tal de acreditar su obediencia, se utilizaba frecuentemente la fórmula: “Excelente católico, de comunión diaria. Completamente apolítico. Al margen de toda lucha social”. Esta ejemplar aseveración que tenía que ser avalada por el testimonio de prohombres del régimen, ya fueran curas o alcaldes, define mejor que ninguna otra, el prototipo de siervo/sierva que promovía y promueve, aún hoy, el nacionalcatolicismo.

Podría pensarse que estos tiempos quedan ya lejos, más de 80 años, y que exotismos como el viva la Virgen por parte de nuestra ministra de empleo, Fátima Bañez, no son sino guiños de carácter folklórico. Pero la estampa que nos brinda la bandera (el símbolo que representa al conjunto de los ciudadanos, ya sean laicos, cristianos, budistas, judíos o musulmanes) puesta a media asta por la ‘muerte de Cristo’, o la que componen cuatro ministros, entre ellos la vicepresidenta del gobierno, cantando con visible emoción ‘Soy un novio de la muerte’ al paso del Cristo de Mena, que llevan a hombros los herederos de Millán Astray, supone tal vez una profesión de fe, pero pone en evidencia, al mismo tiempo, una notable falta de respeto a la Constitución.

En su artículo 16.3 el texto que debería sentar las bases de la convivencia en este país, dice que ‘Ninguna confesión tendrá carácter estatal’. El problema es que, al parecer, este carácter aconfesional entra en conflicto directamente con los mecanismos de reproducción del poder que, en el caso de los grandes apellidos patrios, siempre han ido ligados estrechamente a la iglesia católica. Por respeto al cristianismo de base y a su historia de compromisos y de lucha, hay que puntualizar que este ‘catolicismo’ ibérico, que promueve la falta de conciencia y el rechazo de toda lucha social, parece tan poco cristiano, como el culto a la muerte que, con tanto desparpajo, promueven nuestros ministros, y que tan profundamente atenta contra el sentido común.

Habrá que asumir que si la religión es el opio del pueblo, en el país del nacional catolicismo mandan los traficantes. Que la regresión ultraortodoxa puesta en escena con tanto ahínco por los ministros/as de Rajoy, no es sino un intento para asegurar la lealtad del electorado más rancio, parece evidente. El brillo tecnocrático y el PH teóricamente neutro de los jóvenes de C’s da mucho miedo, máxime cuando ya cuentan con el apoyo tácito de la élite económica, que, como en los años sesenta, les ha encomendado que pongan orden y aseguren el cauce, para que el crecimiento siga fluyendo hacia donde conviene. Frente a ello, como profilaxis apocalíptica, en la derecha se encienden las grandes pasiones: religiosas y nacionales, y más de un capataz acaba confundiendo el paso con el trono, el trono con el país entero, y acaba gritándole a los costaleros con tal de que alcen el paso, un enrabiado ‘Arriba España’, como si se le fuera en ello el alma, la resurrección y el régimen entero.

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