lunes, 16 de abril de 2018

Clase máster

Cifuentes sí sabía de universidades. Tal y como explicaba en una entrevista en el web de la Universidad Carlos III: “Mi vida profesional es la Universidad, no la política, aunque llevo muchísimos años en política. Pero siempre he creído que mi profesión es la Universidad y a ella espero volver…”. De hecho, una breve consulta, nos muestra cómo, desde su ingreso como funcionaria del grupo B en la escala de Gestión Universitaria de la UCM, ha cubierto un largo recorrido por comisiones, consejos y claustros académicos. Parece del todo improbable por tanto, que no tuviera conocimiento de las irregularidades que se sucedieron en el proceso de matrícula y certificación del famoso postgrado, ni del desprestigio que eso pudiera comportar.

La pérdida de reputación de la Universidad es evidente, y lanza además una sombra sobre todos aquellos/as que han puesto su dedicación, capacidad y empeño en obtener el título. Que alguien pretenda comprar méritos es miserable, porque nadie los exige. Que busque evitarse el esfuerzo mediante favores, o buscando la aquiescencia y complicidad de subalternos, denota una falta de pudor y de honestidad extremas. No sabemos qué tendrá Cifuentes, pero parece posible que, también ésta vez, se acabe imponiendo el rodillo del silencio. Y es que el presidente ha pedido ‘coherencia’ y ‘congruencia’, aunque eso suponga un evidente abuso, y las dos palabras rechinen, angustiadas, cuando se las esgrime y usa como coartada.

Una buena parte de la ciudadanía parece secuestrada hoy por la cultura del mal menor, esa asunción de toda una retahíla interminable de notorias mezquindades y corruptelas, que se barren debajo de la alfombra, con tal de evitarse el mal mayor. Parece como si hubiera un acuerdo tácito en ausentarse cada cierto tiempo y excusar la honradez y disciplina cívica que se les supone a los mandatarios públicos, con tal de no conjurar un cambio, en la línea del tan manido y resabido ‘más vale no meneallo’. A los cargos del gobierno se les perdona así todo, o casi todo, ya sean las cajas ‘B’, la injerencia, la prevaricación o el nepotismo, porque más vale malo conocido que bueno por conocer, y para malo, nada peor que lo que hay.

Que en este inagotable periplo, las complicidades se extiendan incluso hasta el partido que se pretende presentar desde el ángulo de la regeneración, no es tampoco tan sorprendente. La debilidad moral es una garantía preciosa para aquellos que viven de manipular a los demás. Los apetitos, el hacerse el listo, la vanidad, el orgullo o la codicia, tal vez sean, desde nuestro punto de vista, atributos execrables en el hombre o la mujer política, pero representan una garantía para todas y todos aquellos que ven en la democracia una amenaza a su posición y a su éxito social y económico. Y es que las personas sin clase ni virtud alguna, son exactamente la clase de personas que precisa este sistema para postergarse en el tiempo.

Por eso, quien manda a pesar nuestro, más allá de toda legitimidad y control democráticos, prefiere el mérito falso al verdadero, porque tiene en las intenciones turbias mucha mayor garantía que en la capacidad o la honestidad de un hombre o mujer de bien. El error no está así en las intenciones, sino en que estas se descubran. Lo sabe Cifuentes como lo sabía antes Esperanza Aguirre, que no se equivocó con Granados y González, sino que le salieron ranas las ranas. La clase máster que gobierna el país tal vez ponga poco empeño en cultivar su intelecto, pero se cuida mucho de no situar o colocar a nadie que no tenga un precio, sea lo suficientemente honrado para dimitir, o destaque por cualquier otra ‘coherencia’ o ‘mérito’ que ponga en solfa el despropósito general.

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