domingo, 11 de marzo de 2018

Temporalidad: Abuso permanente

Para analizar el mercado de trabajo existen, en esencia, dos vías distintas. O bien nos fijamos mediante encuesta en la situación de las personas, si estas están ocupadas o no, si tienen un contrato temporal o indefinido, o bien contabilizamos el número de contratos registrados. Si nos concentráramos exclusivamente en este último baremo, diríamos que el empleo está en su mejor momento, con un número de contratos que supera los máximos conocidos. Pero al compararlo con el número de personas empleadas, que sigue siendo inferior al del inicio de la crisis, constatamos un claro desajuste. La explicación es rotunda y sencilla: Lo que ha llegado a máximos no es el empleo, sino el número de contratos por persona, eso es, la rotación laboral.

De los 3.187.150 contratos firmados en Catalunya el 2017, 2.775.620 fueron temporales, y de estos, 882.413 fueron de muy corta duración, eso es, de menos de una semana. Los datos del Observatori del Treball i del Model Productiu, le ponen cara a esta precariedad abusiva, al recordarnos que en el 86% de los casos, este tipo de contratos se aplicó a trabajadores/as del sector servicios. El análisis realizado por FEDEA en el estudio ‘Tendencias recientes en el uso de contratos temporales en España’, muestra cómo esta exagerada rotación es seña de identidad de una ‘recuperación’ del mercado de trabajo, en la que ni el crecimiento ni tampoco la riqueza que genera la economía, se trasladan a los salarios o a la calidad del empleo.

España ha sido campeona en temporalidad desde la reforma laboral de 1984, que introdujo el ‘Contrato temporal de fomento del empleo’. A partir de ese momento, y con el paréntesis de la crisis, en la que los primeros contratos en extinguirse fueron los temporales, no ha habido reforma que haya puesto coto a los abusos en la contratación temporal. Esta era, en 2016, involuntaria en el 91,4% de los casos, y comporta junto al trabajo autónomo, la principal causa del bajo porcentaje que disfrutamos en España de ‘empleo estándar’ (eso es indefinido a tiempo completo), que no supera el 54%. Ahora, dentro de la temporalidad, se dispara la rotación, con un incremento sin precedentes en los contratos de menos de una semana.

Para el empresario/a el contrato temporal supone una tentación evidente. Le permite adaptar la plantilla a los pedidos, y hacer lo propio con los salarios, ajustándolos gracias a la rotación de los trabajadores/as. Con el auge del contrato de muy corta duración, eso es, uno de cada cuatro contratos que se firman hoy, asistimos a una versión autóctona del ‘trabajo a demanda’, que está tan en boga en Europa. Este supone la asunción de la discrecionalidad plena por parte del empresario/a, y que el peso de la incertidumbre recaiga por completo, sobre los hombros de los trabajadores/as. Así, uno de cada tres trabajadores contratados en 2016, firmó tres o más contratos, y, en demasiados casos, lo hizo con una misma empresa.

Si antes de la crisis para alcanzar un empleo indefinido, el peaje era de 6,2 contratos temporales a lo largo de cinco años, ahora, con la ‘recuperación’, ya son 9 a lo largo de casi 8 años. El coste de la temporalidad no tan sólo es el de una mayor precariedad laboral y vital, sino el de un bajo crecimiento de la productividad, al obviarse la formación y con ella la mejora del tejido productivo y su adaptación al cambio tecnológico. Al mismo tiempo la rotación abusiva comporta insuficiencia de rentas, debilita la demanda agregada y hace más vulnerable el mercado de trabajo al impacto de los ciclos. Cuando la economía se deprime, el empleo se destruye rápido, cuando crece, el crecimiento no se traslada a las rentas del trabajo.

La elevada rotación laboral supone además un abuso de aquellos empresarios que utilizan el sistema de desempleo como un complemento de rentas sin el que no podrían mantenerse los trabajadores/as precarios, y que compite deslealmente con aquellos/as otros que dan solidez al sistema contratando y cotizando en condiciones. La temporalidad es, en definitiva, la seña de identidad del empresariado que representa la principal lacra de nuestro sistema productivo; la que esquilma las cuentas públicas, mina las capacidades de nuestro tejido productivo y envilece y distorsiona el mundo del trabajo.

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