domingo, 4 de febrero de 2018

Telepolítica

Tal vez la paradoja más descarnada de la situación actual en Catalunya, sea que la picaresca en la que se ha refugiado la ortodoxia del ‘procés’ tiene una impronta muy española. Las torpezas y bandazos que da el entorno de Puigdemont, alimentando, a base de anécdotas, la frivolidad de los peores columnistas, podría tener algo de divertido, sino fuera porque hay políticos que siguen en la cárcel, y las instituciones catalanas siguen bajo la tutela de quien representa poco más del 4 por ciento del electorado en Catalunya. Así, mientras la economía muestra síntomas de desaceleración, el mercado laboral está sumido en la precariedad y una parte significativa de la población está en la pobreza, sigue sin definirse un horizonte de gobierno legítimo y real.

Empieza a instalarse la sospecha de que no nos enfrentamos a una crisis de gobierno, o a una crisis institucional, sino que la cosa va más allá, y lo que experimentamos en Catalunya no es sino una deriva más de la crisis democrática que experimentamos a nivel global. La ocurrencia de la teleinvestidura, o incluso del telegobierno, es un testimonio bufo e irreverente de hasta qué punto la política se ve condenada hoy a desplegar su potencial en un ámbito que se ciñe, en gran medida, a lo simbólico. Agotado el poder de transformación social que era propio de la democracia representativa, y que le daba vigencia y legitimidad, la preeminencia de la economía financiera y de los mercados amenaza con convertir la política en un triste vodevil.

En el caso del estado español, vemos hasta qué punto el gobierno de los mercados, en una modalidad de ‘telepolítica’ asumida por la mayoría de los partidos, y también por una buena parte de la población, que aún sin poder votarlos, acepta la tutela de actores que toman las decisiones desde Frankfurt o Nueva York, se llega a complementar, cuando le falta autoridad, con el gobierno de los tribunales. Por encima de ellos, ya sea hablando de economía ante la oligarquía mundial en Davos, o sancionando el ejercicio preventivo y ‘político’ de la justicia, la figura de un monarca al que tampoco nadie ha tenido ocasión de votar, y que ejerce con celo su papel de sumo guardián de los símbolos, el más sagrado de ellos, la ‘unidad’ nacional.

Con respecto a la política simbólica, a la teatralización de la soberanía popular, la política real precisa de compromisos, de mayorías sociales amplias, y de fuertes consensos. Frente a la política de los números, eso es, de la demoscopia y de la aritmética parlamentaria, hay que reivindicar la política de la calidad, aquella que basa su fuerza en los compromisos colectivos, el rendimiento de cuentas, la responsabilidad. Hoy la prioridad debería ser una agenda social con un fuerte potencial de cohesión, y para eso hace falta recuperar las instituciones, y con ellas los tan necesarios recursos. Luego será prioritario recuperar el consenso social sobre la soberanía en Catalunya y sobre el marco democrático e institucional del autogobierno.

El peor de los consejeros es hoy el orgullo herido, el rigor obsesivo, porque no va más allá de la pantomima y del esperpento, y no sirve sino a quien no persigue otro fin que el de paralizar la política y la economía catalanas. Frente a quienes por falta de tradición democrática pretenden perpetuar la política a distancia desde el gobierno del PP, hay que hacer valer que la soberanía reside en el Parlamento de Catalunya, y que en este son posibles mayorías sociales y políticas amplias que permitan atacar un proyecto colectivo que asegure la cohesión social y recupere en ese marco la ilusión y la legitimidad.

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