domingo, 3 de diciembre de 2017

Teoría y práxis transformadora

Una paradoja central del sindicalismo es que su poder sociopolítico ha sido interpretado críticamente no tan sólo por parte del capital, sino también, y muy a menudo, por parte de quienes, desde la organización política, pero también desde la construcción teórica, dicen defender los intereses de la clase trabajadora. Bruno Trentin en la ‘Ciudad del trabajo’, describió magistralmente la lógica inherente a los intentos de instrumentalización del trabajo organizado por parte del proyecto político, tensión que ha devuelto a la actualidad la crítica al sindicalismo a la que hoy asistimos, en la traslación del debate, del marco ‘transversal’, ‘transnacional’ y de ‘clase’, a aquel que discurre en el marco del antagonismo ‘territorial’.

La crónica del distanciamiento entre teoría crítica y sindicalismo sociopolítico tiene un largo recorrido, que suma ya casi 100 años. Nace con la reprobación de las limitaciones mostradas por el movimiento obrero a la hora de marcar perfil propio frente a la lucha ‘patriótica’ que capitalizó todos los conflictos (también el social) en el marco de la gran guerra (1914-1918). Se extiende al ocaso de la autonomía y liderazgo sociopolítico de la lucha sindical en la revolución soviética, y tiene otro de sus puntos álgidos en la crítica al presunto ‘fracaso’ del movimiento obrero, cuando se trataba de frenar y quebrar la ofensiva del fascismo en los años treinta. Este espíritu crítico supera también la 2ª guerra mundial y atraviesa la segunda mitad del siglo XX.

Con la emergencia del contrato social de la postguerra, la crítica al sindicalismo de clase por parte de la teoría crítica se centra en su supuesta integración en el ‘capitalismo de estado’. La teoría de la ‘institucionalización del conflicto de clases’ comporta la crítica a la burocratización del movimiento obrero, interpretando su ‘intermediación’ como ‘pertenencia’ y ‘legitimación’ del sistema. La desafección del aparato crítico con respecto al sindicalismo sociopolítico, estimula un creciente distanciamiento mutuo, que no hace sino debilitar la confluencia en aquellos puntos que comparten, y que conforman el vértice de acción en el que realizar el proyecto común, que no es otro que el de trascender la hegemonía del capital sobre el trabajo.

Porque la teoría y la praxis de la transformación social coinciden en aspectos fundamentales. En primer lugar en que el objetivo no es sólo la redistribución del producto del trabajo, sino también la autonomía en la definición y gestión de su organización, rompiendo los márgenes del papel subalterno que le pretende imponer el capital. Otro punto en común es la necesidad de activar mecanismos que extiendan la conciencia de clase y que han de diluir la aceptación, adaptación o permisividad con la verticalidad que introduce el sistema. Finalmente están la centralidad que tiene la superación de la injusticia y de la desigualdad en ambos discursos, y la vocación por prevenir y desarmar la racionalización deshumanizadora del totalitarismo.

Estas coincidencias son las que cobran hoy especial relevancia. El movimiento sindical tiene que incidir con fuerza en la extensión de un discurso que vaya más allá de los intereses de parte y que permita superar las deficiencias democráticas, sociales, económicas y ecológicas que introduce el neoliberalismo. Más aún si cabe en el horizonte de un cambio tecnológico que comporta incontables amenazas, pero también oportunidades a la hora de alcanzar nuevos consensos sociales. Para ello es necesaria la complementariedad con la propuesta teórica y la sintonía política, con tal de garantizar la coherencia, el equilibrio y también la complicidad de un modelo socioeconómico que sirva a los intereses de la sociedad global, eliminando el riesgo y la desigualdad como únicos motores del cambio.

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