domingo, 26 de noviembre de 2017

Sabor a hiel

“La democracia es fuerte en la medida que se defienda, en los tribunales, en las escuelas o en los centros de trabajo.” La reciente comunicación de CCOO de Madrid, en apoyo del policía que denunció la incitación al odio expresada en un grupo de WhattsApp, pone el dedo en la llaga. Frente a quienes intentan tergiversar, acusando al funcionario de perjudicar la imagen de la Policía Municipal, no cabe sino decir con claridad, que el descrédito y la deslealtad con el cuerpo policial, es responsabilidad exclusiva del corpúsculo minoritario que vejó e insultó, entre otros/as, a la alcaldesa madrileña, y que ahora se esconde tras el uniforme, para no dar la cara por la ignominia que conlleva el brutal desprecio hacia lo que este debería representar.

Algo está pasando, cuando quien tiene el deber de garantizar el orden y el ejercicio de las libertades, se deja ir y alimenta, desde el privilegio que supone defender el bien común, una espiral de odio que envilece a la sociedad. El sexismo rancio y la xenofobia que transmiten los comentarios vertidos en el chat, muestran la latencia de un discurso profundamente ácido y reaccionario, que parece propio de otra época, aunque se instale con fuerza en la actualidad. Las cloacas de interior, la lógica nauseabunda y procaz de la ‘manada’, los excesos en Valencia, los insultos a Pilar Manjón o el reciente acoso a los congresistas en Zaragoza, delatan un embrutecimiento que se ceba y reproduce gracias a la tolerancia tácita y a la impunidad

Mientras que en otros países europeos como Italia, Alemania o Francia, la exaltación del fascismo supone un delito, en España tan sólo es tal si ‘por su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito”. Se eximen por tanto de culpa la exhibición de símbolos, la falsedad histórica o la apología del nazismo, si estos no apelan, de manera explícita, al quebrantamiento de la legalidad. Este es el fruto de la profiláctica condescendencia con el franquismo, de un envenenado relativismo histórico, que comportó un riesgo moral, cuyas consecuencias estamos pagando hoy. El resultado es el de un relato gregario y huero, xenófobo y sexista, que contamina de manera creciente la cotidianeidad.

Habíamos asumido que el precio de la transición, el peaje de las conquistas democráticas en nuestro país, era el de mantener en las instituciones, pero también en el tejido financiero y empresarial, a una parte significativa de quienes alcanzaron sus funciones y poderes durante el franquismo. La apuesta era la de superar la fractura social y política, con la esperanza de que el pasar página, comportara, con el paso del tiempo, la disolución de la herencia negra de la dictadura. Hoy la debilidad de esas conquistas, la precariedad de los equilibrios, se manifiestan de manera rotunda con la efervescencia de un discurso claramente preconstitucional, que tiene su caldo de cultivo en la corrupción, la instrumentalización y el más rancio patrioterismo.

La tensión territorial y su lógica de retroalimentación, que desarma la vigencia y capacidad de mediación y consenso que reside en los mecanismos democráticos, es una inmensa cortina de humo que beneficia a quienes sacaron partido del ‘crecimiento’, de la ‘crisis’ y ahora sacan rédito a la desigualdad. Quienes ladran y gruñen hasta asomárseles la hiel a los colmillos, son los herederos de la España negra, de una cultura analfabeta, machista y soberbia, que sigue viendo el principal peligro en la emancipación de las personas, especialmente de las mujeres, y que intenta imponer el dictado de sus instintos más primarios. No habrá paz ni progreso hasta que no se imponga el criterio de la justicia y se ponga fin a la tolerancia y el consentimiento, devolviéndonos a un horizonte en el que primen las garantías y los valores democráticos.

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