domingo, 19 de noviembre de 2017

Política por omisión

Tal y como describe con acierto Antón Costas, lo más desconcertante de la crisis fue sin duda el comprobar cómo las élites políticas, económicas y académicas españolas, hacían suyo el relato europeo sobre el origen de esta, y las reformas que requería el superarla. Compartir el diagnóstico interesado de los prestamistas, en lo que el economista denomina ‘Síndrome de Berlín’, supuso incurrir en tres traiciones. En primer lugar socializar la responsabilidad sobre las políticas que facilitaron el endeudamiento de hogares y personas. En segundo lugar, legitimar las políticas de austeridad que se cebaron en los más vulnerables, y, finalmente, omitir la necesidad de enfrentar los verdaderos problemas estructurales de nuestra economía.

La disposición a lanzar balones fuera es una de las características endémicas que comparten PP y PSOE. Conviene recordar que, ya desde su congreso en 1981, el partido de Solchaga hizo suya una apuesta por la desregulación, y la adaptación a la globalización, que, entre otros, comportó la reducción del sector industrial en 6,4 puntos sobre el PIB, de 1980 a 1994, y la descausalización del contrato temporal. A partir de la huelga general de 1988, el PSOE dimitió definitivamente de su responsabilidad de crear consensos frente a la necesidad de modernizar el tejido productivo, y la trasladó a la disciplina impuesta por la unión monetaria. Al tiempo fundaba el IBEX (1992) y se abría al capitalismo clientelar y la financiarización de la economía.

Como recuerda Costas, el PSOE no hacía más que asumir el cosmopolitismo socialdemócrata europeo, anticipando en cierta medida la tercera vía, con una interpretación benéfica de la teoría del ‘win-win’ por la que, antes o después, la globalización acabaría beneficiando a todos. Desde el primer momento se impuso un análisis sesgado de los déficits estructurales del modelo productivo, identificando estos, de manera obsesiva, en las supuestas ‘rigideces’ del mercado laboral. Así se omitió una visión integral, que hubiese requerido hacer frente a las lógicas de monopolio y extracción de rentas de los hogares, a las deficiencias en la capacidad distributiva del bienestar, y a los problemas asociados a la calidad del tejido empresarial.

Problemas reales como la merma paulatina en los salarios reales o la escasa inversión en la mejora de la competitividad (formación, innovación…), quedaron ocultos en el marco del proceso de integración europeo, que facilitó el sobreendeudamiento substitutivo de los hogares gracias al acceso al crédito, y acabó por estallar en el momento en el que se cerró el grifo financiero. Si tenemos en cuenta que el mercado laboral español ha permanecido en una tasa de desempleo superior al 15% a lo largo de 27 de los últimos 39 años, y consideramos el enriquecimiento escandaloso del 10% superior de las rentas en este periodo, parece evidente que se trata de un relato interesado, externalizado, y deficitario en los social y democrático.

No parece que las propuestas para salir de la crisis marquen tampoco la diferencia. Como recuerda un reciente informe de Oxfam-Intermon (El dinero que no ves), las familias han pasado a aportar del 74% de los impuestos recaudados antes de la crisis, al 83% en 2016, por una reducción por parte de las empresas del 22 al 12%. La ineficiencia del sistema fiscal, la redistribución injusta del coste de la crisis, los problemas estructurales que sigue arrastrando la economía y la precariedad del mercado de trabajo, no aparecen en el debate político en el que PP y PSOE cierran filas con la excusa del conflicto territorial. La política por omisión sigue siendo hoy la principal estrategia del partido de Pedro Sánchez, aunque parece haber asumido que la disciplina ya no la marca Bruselas, sino que emana directamente del Partido Popular.

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