lunes, 2 de octubre de 2017

El mal príncipe

Nada es gratuito. Que la primera escuela escogida para aliviar el autoritarismo de las fuerzas policiales que intervinieron, con suma brutalidad, el 1 de octubre, fuera la dedicada a Ramón Llull, tampoco lo es. Lull fue uno de los primeros autores que escribieron en catalán, además con vocación proselitista, con tal de llegar a un público más amplio. En su ‘Libro de las bestias’ dejó dicho que “la nobleza del rey se ha de corresponder con la belleza de la persona: que sea grande, humilde y que no haga daño a la gente”. Toda una afrenta a quien se debe sentir preso en su fealdad como ser humano, a quien la humildad le debe parecer, previsiblemente, una agravio en toda regla, y quien, en lo del tamaño político, es, mal que le pese, insignificante.

Los referentes intelectuales de quienes idearon la ofensiva contra el referéndum no son sin duda los de la filosofía. Beben, si acaso, en las fuentes de la megalomanía, en los márgenes del Nilo, allí donde bañaban sus pies de dioses Osiris y Ra. No es casualidad que el nombre con el que se bautizó la operación en Catalunya, fuera el de Annubis, señor del reino de la muerte y patrón de los embalsamadores. Al fin y al cabo la momificación intenta preservar la forma del soberano, a pesar de que se corrompa su interior. Es la visión más burocrática del poder, la de los escribas y los delatores, la que reniega de todo aquello que sea orgánico, y persigue la eternidad: vaciando los cuerpos de sus humores, envolviéndolos en paño y en papel.

En Egipto se creó el papiro, que es, con gran probabilidad, el dios de todos los empapeladores, aquellos que cofunden democracia y derecho, espíritu y letra, y dejan tras sí no más que una profusa estela de sentencias, que intentan suplir indecorosamente su profunda carencia de valor. Lo de los gobiernos autoritarios de este país siempre ha sido de inspiración faraónica, y si no, baste con visitar el monumental túmulo en el que descansa nuestra momia nacional. A nadie extrañe así, que quien blandía la porra y disparaba sus fusiles el pasado domingo, no viera, en los rostros desencajados de la ciudadanía que defendía escuelas como la de Ramón Llull, más que a un impenitente tumulto de enardecidos vasallos.

Si se hubiese pasado la noche anterior por alguna de ellas, habría descubierto lo que nos hace grandes, dónde reside no nuestra fuerza, sino nuestro poder. Habría degustado chocolate caliente, sonrisas, y la complicidad de quien se siente demócrata, porque se reconoce entre iguales, y no teje vendas ni paños, sino tan sólo la complicidad de valores que siente como propios. Quedan lejos las soluciones, pero en la democracia lo último que se agota es la esperanza. Esta radica en que cada uno tenga el valor cívico de cuestionarse si es posible apoderarse de las voluntades por el ejercicio de la fuerza, y si no merece antes, aunque sea al precio de la incertidumbre, darle la oportunidad a que nos expresemos democráticamente.

Las urnas no crean conflictos, sino que los desarman, y quien las secuestra y las destruye, no defiende otro mandato que el de la fuerza. Así las cosas, en España estamos abocados a una situación que tiene ya más de violencia doméstica que de convivencia. La dependencia, el sometimiento y la humillación que se nos imponen reclaman con carácter de urgencia un amplio consenso de las fuerzas de progreso, en todo el estado. No vale tibieza ni valen tampoco aplazamientos, porque no se ha de esperar piedad ni cordura del faraón. Lo decía Ramón Llull: “El daño de un mal príncipe es incalculable: una por el mal que hace, la otra por el bien que podría hacer y que no hace”.

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