domingo, 21 de mayo de 2017

El efecto reflejo

El ayuntamiento de Barcelona ha lanzado en TMB una inteligente campaña de civismo. El o la protagonista es la ‘Karma’, un personaje tipo ‘tieta’, desdibujado y simpático, y su lema central ‘tot torna’ (todo vuelve), una divertida referencia a doctrinas como el hinduismo, que le viene como anillo al dedo a una ciudad cosmopolita y transcultural como Barcelona. Si en el ámbito de lo cívico, lo habitual es la referencia estricta al ‘respeto’ al otro, o como máximo, el no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti mismo, el planteamiento de esta propuesta es mucho más sugerente, porque plantea la ‘inteligencia colectiva’ y el carácter circular que une lo individual y colectivo, y que hace que aquello que sembremos, lo acabemos recogiendo.

La interrelación a la que se refiere esta campaña de civismo se manifiesta también a otro nivel, el de la dignidad. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, propone que esta es inalienable y connatural al ser humano. El menosprecio que se le hace, es ultraje a la conciencia de la humanidad (así el preámbulo) y existe el efecto reflejo, que hace que quien atente contra la dignidad de otro, atente contra su propia dignidad como persona. Las caras que nos miran desde los escenarios globales de la miseria, desde la pobreza extrema, la esclavitud, la tortura o el hambre, transmiten por eso dignidad, más allá de lo indigno de la circunstancia que se les impone, y que se contagia a quien asiste mudo a la escena.

La conciencia de la humanidad es un concepto esencial, tanto o más trascendental que el karma, que nos asigna responsabilidad mutua, colectiva y global. Esta interrelación que hace que lo que hagamos a otros, nos lo acabemos haciendo a nosotros mismos, inspira también la declaración de Filadelfia, de la OIT, anterior incluso a la de los DDHH, donde leemos que “la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad de todos” y que, en clave actual y europea, nos remite al precio real de los estragos que han causado las políticas de austeridad en nuestro tejido social, y a la factura que, en forma de xenofobia, racismo y nacionalismo excluyente, nos ha pasado, pasa y pasará al conjunto de la ciudadanía europea.

Los principios que pretenden atajar en Europa la distorsión que ha comportado el aumento de la desigualdad, son los de ‘cohesión’ e ‘inclusión’, que en la UE se construyen, históricamente, en torno a tres ejes: las políticas inclusivas de empleo, las políticas de rentas mínimas y los servicios públicos de calidad. La lucha contra la pobreza en la UE ha ido acompañada de la creación de nuevos indicadores (Arope…) en el marco de un mecanismo, el método abierto de coordinación, que pretende trasladar las políticas de inclusión al Semestre Europeo, y facilitar que las políticas sociales y económicas no se analicen de forma aislada, sino de manera interrelacionada, equilibrando la asertividad de la gobernanza económica con un contrapeso social.

Hay que saludar que se empiece a aceptar públicamente que la principal convulsión, o, a estas alturas, ‘fibrilación’ del proyecto europeo, radique en la imposibilidad de crear una identidad común alrededor del mercado, y que se entienda que el futuro de la UE, pasa por unos valores y derechos sociales fundamentales. Sin embargo el encaje institucional, a día de hoy, relega las competencias sociales a los estados, mientras, a través de la gobernanza económica y sus instrumentos, se impone desde Europa la consolidación fiscal, y con ella la presión sobre la calidad del empleo y la cohesión social. Este es el trasfondo sobre el que la Comisión presentó, el pasado 26 de abril, una importante iniciativa, la del Pilar Europeo de Derechos sociales.

Los 20 principios y el aparato de indicadores que pretenden evaluar los resultados de los Estados miembro en términos sociales y de empleo, se articulan entorno a tres ejes: La igualdad de oportunidades y de acceso al mercado de trabajo, unas condiciones de trabajo justas y la protección e inclusión social. El diálogo recuperado e intenso entre la Comisión y los agentes sociales, especialmente la Confederación Europea de Sindicatos, es probablemente una de las buenas noticias del año. El resultado, que ahora tendrá que ser ‘interiorizado’ por los estados en un marco que es, por desgracia, mucho menos vinculante que la gobernanza económica, sitúa la centralidad del trabajo como principal garantía para crear valor social, evitando así que ‘todo vuelva’, y poniendo un cauce al ‘riesgo’ que enriquece a unos, al precio de pauperizar y de robar dignidad y futuro al proyecto europeo en su conjunto.

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