domingo, 26 de marzo de 2017

El efecto látigo

Sin duda uno de las cimas dialécticas de la oratoria parlamentaria se alcanzó hace bien poco, cuando el diputado del PP, Bernabé Pérez, defendía en el congreso la mutilación del rabo de los perros de caza con tal de proteger su seguridad y la de sus dueños. El orador argüía con solemnidad, y ante la estupefacción generalizada, que “El efecto látigo existe y daña con asiduidad a los propietarios”. No sabemos si Bernabé, ante el bullicio, puso cara de perro, o si le llegaría el humor para entrever que él mismo estaba escenificando desde el atril una variante política del ‘efecto látigo’, y que con sus argumentos demostraba que este no es una exclusiva del mundo canino, sino que se contagia con facilidad a algunos oradores.

El ‘efecto látigo’ tiene lugar cuando un parlamentario, ministro o cargo en cuestión, es especialmente incisivo o pertinaz, pero no acaba sino poniéndose en evidencia a sí mismo. Las actas del congreso y las hemeroteca están llenas de de truculentos ejemplos, y con Trump, el efecto látigo se ha convertido incluso en seña de identidad de una manera de hacer política. Uno de los últimos y más notorios latigazos a nivel europeo es sin duda el que Jeroen Dijsselbloem quiso propinar a los países del Sur, tildándolos de irresponsables, mujeriegos y alcohólicos, y que, en la medida de la desproporción, del trasfondo machista y del racismo que caracterizó su salida de tono en una entrevista, acabó por propinarse en sus propias carnes.

La mediocridad intelectual y la vulgaridad de Dijsselbloem son harto conocidas, y si algo le ha salvado hasta ahora el rabo y con él el látigo, ha sido su buena disposición para interpretar, a demanda del inefable Schäuble, el papel de Kasperle, ya se sabe, el guiñol guardián del tesoro, que va sacudiendo con su garrote a todo aquel que se cruza por delante. Que a quien aún hoy lidera el Eurogrupo no lo soportan ni en su propio país, quedó meridianamente claro con las recientes elecciones en los Países Bajos. Allí el Partido del Trabajo, del Ministro de Finanzas holandés, perdió un 75% de sus apoyos, pasando de 38 a 9 escaños, en lo que no puede entenderse sino como una consecuencia del ‘efecto látigo’ en términos democráticos.

Djisselbloem ha renunciado a pedir disculpas. Ha defendido que es su naturaleza ‘calvinista’ la que le obliga a hablar con especial sinceridad, con lo cual ha desechado que se tratara de un ‘lapsu linguae’, y ha puesto en evidencia que, a pesar de las bienintencionadas palabras de Juncker, en su ‘pensamiento profundo’ prevalecen los más vulgares estereotipos. Si todo el affaire es lamentable, lo es aún más que se haya escenificado en la antesala de la celebración del 60 aniversario del Tratado de Roma. Que el zurriagazo autoimpuesto por el jefe del Eurogrupo sea suficiente como para apearlo del puesto, está por ver. El daño que ha infligido una vez más al proceso de construcción europeo, es sin embargo notorio.

El horizonte sociocultural del ministro de finanzas holandés es ciertamente una rémora de la actitud, torpe y arrogante, que ha marcado el discurso financiero europeo durante la crisis. La vocación por el estereotipo, por las culpas y virtudes colectivas, es uno de los elementos que han determinado el hundimiento del proyecto común en el marco de la crisis. Muestra la incapacidad o falta de voluntad por parte de algunos así llamados líderes europeos, para asumir que la Unión ha de superar la perspectiva de los estados y sobre todo abandonar la tentación de instrumentalizar las instituciones europeas con tal de sacar réditos o ventajas hegemónicas para el interés ‘nacional’.

En el 60 aniversario del Tratado de Roma debería ser prioritario abandonar el discurso de la culpa colectiva, y con él la miserable cantinela de los estereotipos históricos, para reforzar la dimensión de las responsabilidades y de los derechos de los individuos, más allá del color de su pasaporte. Para ello es básico avanzar en la convergencia al alza y en la integración por la vía de las garantías y derechos básicos (incluido el salario mínimo), y democratizar las instituciones europeas. También aquellas que, como en el caso del Eurogrupo, tienen muy poca legitimidad, porque desarrollan su actividad en un ‘ángulo muerto’ del control ejercido por las y los ciudadanos (Picketty), y sirven de caldo de cultivo a sujetos tan diletantes, grises, narcisistas y desafortunados como el presuntuoso Jeroen Dijsselbloem.

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