miércoles, 22 de marzo de 2017

Baja mental

Hace ahora 100 años un equipo de 7 psicólogos liderados por Robert Yerkes se enfrentaba a la tarea de evaluar las capacidades intelectuales de las tropas norteamericanas que se incorporaban a la 1ª guerra mundial. El armisticio no permitió que se pudiera confirmar la utilidad de los así llamados army alpha y army beta tests, sin embargo, la sistematización de la recogida de datos de más de millón y medio de soldados, y su explotación sentaron un hito en la historia de la psicometría y promovieron el uso posterior de tests de aptitud y de paso el apetito por la categorización, eso es, crear un vínculo sistemático entre la respuesta a una serie de pruebas y la definición de las capacidades de la persona. Hoy la validez y el interés de la metodología utilizada por Yerkes, queda cuestionada no tan sólo por su proximidad a la eugenesia y su complacencia con el racismo, sino por sus evidentes carencias metodológicas.

El enfoque de los estudios era de carácter transversal, eso es, comparando un universo estadístico de pronunciada diversidad cultural, social y generacional, buscando similitudes con criterios de alfabetización, pero también mediante otros criterios demográficos. Si por un lado los resultados de army alpha fueron utilizados en las políticas de restricción inmigratoria (para preservar las aptitudes ‘raciales’) aprobadas, en 1924, en EEUU, por el otro, y a pesar de tratarse de test realizados para establecer aptitudes ‘militares’, influyeron en la percepción de las capacidades asociadas a la edad. Así la experiencia liderada por Yerkes se puede situar como uno de los referentes en la aparición y propagación del modelo de déficit, aquel por el cual la edad no tan sólo comporta una pérdida en las capacidades físicas y sensoriales, sino también en las capacidades intelectuales, y que, por desgracia, sigue siendo muy popular.

El mito del declive progresivo e integral de las capacidades (con la excepción de la clase política, eso sí), explica hoy la casi nula contratación de profesionales a partir de los 50 años, la limitación que tienen estos a la hora de participar en medidas de formación continua, y su papel preferente en los procesos de expedientes de extinción de empleo. Pero lo que resulta especialmente remarcable es que esta narrativa haya sido interiorizada hasta tal punto, que en muchos casos el trabajador/a acaba por renunciar a su derecho a la formación, a la adaptación del entorno laboral, y finalmente al empleo. El colectivo de los trabajadores mayores, que hoy concentran más del 50% del paro de muy larga duración, supone, junto al de los trabajadores jóvenes, la mayor oportunidad para recuperar sostenibilidad y capacidad integradora para nuestro sistema de seguridad social.

Para ello hace falta un cambio de narrativa. Como establecieron Horn y Cattell hacer ahora ya 50 años, la inteligencia es un fenómeno complejo que reúne competencias muy diversas. Así se puede distinguir entre una inteligencia ‘joven’, la así llamada inteligencia ‘fluida’, que se basa en la capacidad y velocidad del procesamiento de la información y en la adaptación a entornos desconocidos y complejos. Por otro lado la ‘inteligencia cristalina’, que, si se mantiene el estímulo, no decae con la edad, desarrolla mediante el saber cultural, la experiencia y la inteligencia verbal y social, la capacidad de abordar estrategias de solución de conflictos, de orientar a otros o de formar. Está demostrado que con la adaptación del entorno laboral, un liderazgo motivador y formación permanente, los y las trabajadoras, también a partir de los 50, no tan sólo mantienen su rendimiento, sino ampliar con la edad el valor añadido que generan para la empresa y para la sociedad.

Esta potencialidad choca sin embargo con una cultura empresarial que, en muchos casos, se siente próxima a lo militar, en el marco de la competitividad como ‘guerra económica permanente’, y que comulga plenamente con la cultura de la ‘eterna juventud’, que se ubica en el ADN de nuestra sociedad de consumo. Luchar contra ella exige, en un país de empresas pequeñas, el recuperar la capacidad de negociación colectiva sectorial y reforzar el diálogo social con tal de que pueda abrirse un debate amplio sobre la necesidad insoslayable de desarrollar, entre todos y todas, un mercado laboral más integrador y robusto. El horizonte de la digitalización, con un déficit permanente de gobierno, puede encontrar precisamente en la inteligencia cristalina, en el valor de la mediación, de la orientación, del cuidado y de la visión social, un complemento irrenunciable para garantizar un progreso tecnológico que sea a su vez social y humano. Si hace 50 años se hablaba de ‘Socialismo o barbarie’, hoy conviene empezar a pensar en la disyuntiva ‘Cultura o algoritmo’, y es aquí donde la experiencia y la empatía suponen, además de un grado, una garantía de permanencia sociocultural.

No hay comentarios:

Publicar un comentario