domingo, 24 de julio de 2016

Toda la sangre

A las víctimas

A la cantidad de sangre que tiene un individuo se le llama volemia. La relación entre el peso corporal y el de nuestra sangre es de 1 a 13, variando el peso entre los 3 kilos de un niño/a, a los 5 o 6 de un adulto/a. Si hacemos un cálculo de cuál sería la volemia de la humanidad, eso es, la cantidad de sangre humana que existe en el planeta y que se distribuye entre los 7.300 millones de seres humanos que lo habitan, el resultado nos parecería casi insignificante. Veamos: 7.300 millones de personas a 5 litros nos dan 36.500.000.000 litros de sangre, lo que vendrían a ser 36,5 hectómetros cúbicos. Para hacernos una idea, la sangre de la humanidad cabría en el embalse de la vega del Jabalón, ocuparía dos veces el estanque de Banyolas o podría ser transportada por los océanos en una flota de 100 grandes petroleros, una escuadra que cargaría con nuestro humor más íntimo y precioso, con todo el plasma de la humanidad.

A quien a estas alturas se haya preguntado a qué viene este cálculo algo macabro, habría que decirle que es este un cálculo por desesperación, un intento de encontrar consuelo en la escasa paz que nos ofrece el álgebra, ante la imposibilidad de medir la volemia del dolor o el volumen de la injusticia que se acumula en el planeta. Los recientes atentados y asesinatos masivos en París, Bagdad, Niza, Múnich o Kabul, junto a la serie histórica con simas de la aberración humana como la perpetrada, hace ahora 5 años, en la isla de Utoya, en Noruega, nos confrontan con lo que tiene de profundamente inhóspita y lúgubre la naturaleza humana. Esa calidad tan sólo hipotética que compartimos con los Anders, los David, y con todos aquellos que deciden tomarse la justicia por su mano, enarbolar la bandera negra del dolor y de la irreverencia y sentirse, aunque sea por un segundo, dueños sobre su propio destino.

En el caso del atentado de Múnich las especulaciones iniciales, la instrumentalización del dolor y del pánico por parte de la extrema derecha y la admirable contención en la mayor parte de la clase política alemana, han dado paso al desconcierto y a la desolación en el análisis. El intento clínico de distinguir semánticamente entre rabia y terror, entre odio y humillación, de acotar locura y coacción extrema, nos deja desamparados ante la falta de criterio y de lógica. La naturaleza del ser humano, esa que compartimos con los Lubitz y con los Atta, se desarrolla en una interminable escala de grises, y no contempla ninguna frontera entre la maldad y la enajenación. Sí parece que hay algunas constantes, como que la injusticia genera injusticia, que el odio y la incertidumbre se reproducen, si no se encauzan mediante el sentido común. También el respeto y la tolerancia pueden multiplicarse, siempre y cuando haya dedicación.

Al igual que la fuerza de la gravedad acaba por arrastrarnos a todos al raso, la entropía hace que cualquier sistema, también humano, abandonado a sí mismo, no acabe por producir sino desigualdad y dolor. Esa es nuestra responsabilidad, impregnar de sentido a la sociedad, introducir motivos y valores en la comunidad humana para salvarla de sí misma. John Maxwell Coetzee, el brillante e incisivo escritor que describió como nadie los exasperantes contrastes de la sociedad sudafricana, nos regaló en ‘La Edad de Hierro’ una imagen inolvidable: “La sangre es preciosa, más preciosa que el oro y los diamantes. Porque toda la sangre es un solo estanque de vida repartido entre nuestras existencias separadas, pero unido por la naturaleza prestada, no dada, repartida, confiada, para que la preservemos. Parece que viva en nosotros, pero solamente lo parece, porque lo cierto es que nosotros vivimos en ella.”

Nadie ha descrito con mayor ternura y sencillez el reto que supone la conciliación permanente, el esfuerzo inagotable que requiere hacer viable este proyecto común que compartimos 7.300 millones de personas. No será posible sin asumir algo tan humano, intransferible e inalienable como la responsabilidad. Responsabilidad frente a la fragilidad de los sentimientos, frente a lo que tiene de vulnerable la conciencia, frente al equilibrio siempre precario de la propia identidad. El intento de externalizar esta responsabilidad de manera providencial, ya sea en dioses, naciones o mercados, no hace sino aplazar lo que el dolor y la injusticia hacen impostergable. La aberración y el sinsentido de Múnich, Kabul o Niza nos debieran invitar a dejar de buscar el enemigo exterior, para empezar a buscar la solución en nosotros mismos, en esta volemia delicada y púrpura que compartimos y que no precisa sino de responsabilidad y de sentido común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario