martes, 19 de julio de 2016

Simulacro

¡Qué más británico que la maldición del faraón! Aquello de que, desenterrada la momia, condena a la más horrible de las muertes a cada uno de los profanadores. Cuando ya parecía que el ‘brexit’ se iba a convertir en la momia del verano, y que todos los que se habían implicado de una u otra manera en el referéndum, saldrían políticamente con los pies por delante, va Theresa May y la lía. Aún no se habían enfriado los cadáveres políticos de Cameron y Farage, cuando en un arrebato de fina estrategia, la nueva inquilina de Downing Street, resucita a Indiana Johnson, aquel que Vargas Llosa tildara como ‘despeinado y gárrulo’ y John Carlin como ‘bufón de la corte’, para nombrarlo ministro de exteriores. Aunque no falta quien diga que no es más que un coma inducido, una muerte a plazos; una elección para entretener al ex alcalde de Londres con un cargo en el que habrá de humillarse por todo el mundo, disculpando sus impertinencias frente a enfermeras sádicas, onanistas cabrófilos y otras criaturas que, al margen de su portentosa y retorcida fantasía, habitan el mundo real y presente de la política internacional.

Si le sonríe la suerte, y digámoslo bien claro, a nosotros nos da la espalda durante cuatro años, Boris Johnson se podría encontrar en EEUU con su alter ego, Donald Trump. Y decimos alter ego no tan sólo porque, a nivel de tupé, lo de estos dos sujetos no lo arregla ni el peluquero de Françoise Hollande, sino porque los dos vienen a ser criaturas paradójicas, políticamente contrahechas, irreverentes y acólitas de una estridencia inhumana que anega el debate público y lo aboca a lo que Moises Naïm llama con acierto ‘mundo posfactual’. En este universo, por mucha digitalización y algoritmo que se anuncie en el horizonte, lo que manda con fuerza, para desesperación de sociólogos, politólogos y demógrafos, es la más pura visceralidad. Tan sólo así se explican las disparatadas previsiones demoscópicas y también esta curiosa sensación del día siguiente, cuando los ciudadanos levantan la mirada de los resultados, y se susurran al oído interior algo así como ‘Vaya la que hemos montado’. Para alegría de los demócratas con limitaciones, esto es la prueba definitiva de que la democracia no es un juego apto para niños, sino un arma peligrosa.

Pero si resulta chocante ver a la ciudadanía sorprenderse de su propio voto, más aún lo es ver cómo los líderes que con tanta firmeza, soberbia y desprecio dieron el resto por una opción, de repente, al verla aprobada, muestran su desconcierto, intentan echarse atrás en sus promesas o acaban incluso dimitiendo vara volver a su coma etílico, en el caso de Nigel Farage, al inducido, como en el caso de Johnson, o a la inopia política, como será el caso muy probablemente de Cameron, ahora sin isla. No se sabe si los referéndums los carga el diablo o la momia, pero lo que parece evidente es que la democracia como fenómeno, o dicho de otra forma, el cara o cruz democrático, puede llegar a convertir Europa en un infierno. Y no porque se vayan a celebrar referéndums en Francia, Austria o Polonia, sino porque cada nueva elección que se presenta, y sobre todo a nivel presidencial, se puede llegar a transmutar en una consulta popular, eso es, terreno abonado para que la ciudadanía vuelque sus emociones, pasiones y sentimientos y acabe tomando posición ante el psicodrama en el que los mass media acaban por convertir todo proceso electoral.

La democracia está enferma, y es este virus el que acabará llevándose por delante a la Unión Europea. No por parásitos como Nigel Farage que cargan contra la hipocresía, para acabar cobrando de una institución a la que aborrecen, o como Durao Barroso, que se llenan la boca con valores que luego, cuando se les abre el maletín, escupen sin pesar, sino por falta de ambición democrática y social, por falta, en definitiva, de un proyecto, cuyo vértice sea la superación constante de la realidad. Europa se ha vendido a los mercados y se ha entregado a los especuladores, a las elites, que jamás entendieron su sentido y, aún menos, su necesidad histórica. Fueron estas las que en el seguimiento de sus intereses, condenaron al continente, una y otra vez, a la guerra, y son las elites financieras e industriales las que le pondrán un nuevo punto y final. Para frenar esta deriva haría falta un gran partido europeo que defendiera con fuerza los valores de la cohesión y de la solidaridad, pero el que podía haberlo hecho, entregó, junto a Blair, Schröder o González, su alma al capital. Ahora no queda otra que volver a organizarse. Luchar para que se entienda que esto no es Europa, ni democracia, ni tampoco socialdemocracia, sino puro simulacro.

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