miércoles, 11 de enero de 2023
Sociedad sin economía
El espectacular episodio de autodestrucción política de Liz Truss mediante una sobredosis obscena de medicina neoliberal, la política expansiva de la Comisión Europea, o el análisis del origen y de la solución a la inflación galopante, promueven de nuevo el debate sobre el supuesto ocaso del neoliberalismo. De tipo reiterativo, la cuestión sobre la sombra mortal que planearía sobre el modelo económico dominante se plantea con cada nueva crisis, recuérdese sino aquello de Nicolas Sarkozy, hace ahora 14 años, de que era hora de refundar el capitalismo. También aquel noble propósito de enmienda naufragó entre los efluvios balsámicos de una recuperación que lamentablemente fue tan sólo la recuperación de unos pocos. Hoy vuelve el debate y con él la marejada, que incluso remueve los cimientos del templo de la ortodoxia económica, con un Fondo Monetario Internacional que cuestiona el dogma de la congelación salarial para hacer frente a la inflación, y un economista como Olivier Blanchard que plantea que deberíamos soñar con una negociación entre trabajo, capital y estado, para redistribuir la carga del fuerte incremento de precios.
Escribe Andrés Villena sobre esta cuestión y anticipa posición desde el propio titular: ‘El fallecimiento del neoliberalismo como debate nace muerto’. Nos dice que la base real del neoliberalismo es demasiado heterodoxa y que como dogma resulta irrelevante frente a la verdadera cuestión, eso es, la posición dominante alcanzada por ciertas industrias y grupos de poder. No le falta razón, porque el neoliberalismo es precisamente una doctrina al servicio de unas élites, y tiene en la acumulación y concentración de capital su principal seña de identidad. Pero aún así, el cuerpo doctrinal no es irrelevante, ni secundario. Es hegemónico en el ámbito académico en el que se forman economistas y empresarios/as, pero también inspira las ideas preconcebidas, supuestos y prejuicios que determinan la capacidad crítica de la mayor parte de la población. El supuesto de una competencia perfecta que, mediante el sistema de precios, garantizaría un equilibrio económico ideal, y con él un crecimiento robusto y permanente, es poco más que un delirio, pero triunfa.
La historia de la economía del siglo XX ha sido marcado por el desarrollo de una escolástica neoliberal, conocida como teoría neoclásica, que resulta incomprensible para el común de los mortales, supuestament inapelable por su formalismo matemático, y omnipresente por su arraigo institucional. Sin embargo la promesa de erigirse en ciencia exacta, que no ciencia social, ha sido frustrada una y otra vez por su incapacidad de prevenir cada nueva crisis, y porque el supuesto equilibrio alcanzado no es otro que el de un aumento imparable del impacto social y ambiental del modelo, hasta el punto de amenazar el equilibrio natural. Tres son los axiomas neoliberales que tienen trampa. Negar la intervención de los poderes públicos convierte el mercado en una forma de voto censitario (Albert Recio) al servicio de los que más tienen. Partir de la inexistencia de un conflicto distributivo exime a la elite económica de cualquier responsabilidad. Finalmente, el férreo rechazo de las crisis por el supuesto encaje infalible entre oferta y demanda deviene una auténtica patraña dictada por el deseo y que choca frontalmente con la realidad.
Sin embargo el malabarismo retórico, los juegos matemáticos o la primacía del apriorismo han coneguido erradicar la economía política, eso es, aquella que estudia las relaciones de producción y su interrelación con leyes e instituciones, para imponer la quimera, ya no de una economía, sino de una ‘econometría’ que, a pesar de su ambición holística y científica, omite cuestiones tan evidentes como el carácter oligopólico de los pricipales mercados o el apalancamiento improductivo de los beneficios, sin pretender otra cosa que legitimar el sueño de una economía sin sociedad (Palazuelos). Parece probable que el neoliberalismo tampoco morirá de los achaques de la pandemia y la inflación galopante. Pero no habrá manera de acabar con los grandes grupos e industrias que menciona Villena, si no se supera también la ortodoxia económica que hoy legitima y promueve este despropósito que encadena las crisis con la contundencia del redoble. La economía se merece una nueva oportunidad. Puestos a tener una economía sin sociedad, casi resulta preferible una sociedad sin economía. Como mínimo, es una sugerente metáfora de la fraternidad.
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