miércoles, 28 de diciembre de 2022

Boomer extinction

Uno de los temas que más sorprende de la historia de la economía es cómo, a lo largo de los últimos doscientos años, ha habido un vínculo estrecho entre la tasa de crecimiento compuesto y la tasa de crecimiento demográfica. Sin ser idénticas, sí son lo suficientemente parecidas como para plantearnos la duda de hasta qué punto ha sido la tecnología el factor determinante en el crecimiento de la riqueza, o si lo ha sido, en medida similar, el crecimiento demográfico. En relación a la demografía las últimas décadas nos han llevado a cotas estratosféricas. Tal vez el hito más extravagante es el alcanzado recientemente, cuando, por primera vez en nuestra historia, había más seres humanos vivos en el planeta, de los que hubieran muerto jamás, hito que coincide con otro de signo contrario, eso es, el potencial de destrucción masiva, ya sea por vía resolutiva, mediante el armamento nuclear, por goteo, vía algún virus de laboratorio, o a plazos, mediante la aniquilación progresiva de nuestro hábitat gracias a un sistema económico de carácter eminentemente tóxico. Sea como fuere, cuantos más somos, mayor es el riesgo de destruirnos, lo que cuestiona la inteligencia que creemos le es consubstancial a la naturaleza humana.

El crecimiento exponencial de la población mundial se ha concentrado en la segunda mitad del siglo XX. En los últimos 70 años la población mundial se ha triplicado, pasando de 2.500 a 7.500 millones de personas. En este periodo el crecimiento económico ha sido incluso superior con un crecimiento de la riqueza por cápita que se ha quintuplicado, muy por encima, por tanto, de la evolución demográfica. Sin embargo el crecimiento dispar entre economía y población hay que tomárselo con distancia crítica al menos por dos cuestiones de fondo. En primer lugar por la distribución de la riqueza que ha sido desigual por concentrarse en ciertos sectores de la población. Si bien es cierto que a nivel global ha habido una cierta convergencia, en los propios países la globalización ha beneficiado a un elite que se ha ido contrayendo cada vez más. En segundo lugar el propio concepto de ‘riqueza’ hay que observarlo con cierta distancia. Es ambiguo y en el caso de la ‘riqueza producida’ (PIB) no incluye por ejemplo el carácter ‘finito’ de recursos como las reservas fósiles, la masa forestal, la pesca o el más sencillo e importante de todos ellos, el clima, que se esquilman y trastornan, marginando de su uso y disfrute a las generaciones futuras.

El boom de población, que se ha desarrollado a lo largo de las últimas 7 décadas, ha comportado un expolio significativo de bienes comunes que tiene connotaciones trágicas, al menos si se utilizan dos conceptos acuñados respectivamente por Garret Hardin y Mark Carney. El primero es el de la ‘tragedia de los bienes comunes’, eso es la sobreexplotación de recursos compartidos por parte de individuos que no persiguen sino el interés personal, el segundo el de la ‘tragedia del horizonte’, eso es el déficit que supone no incluir en la contabilidad global aquellos amenazas y retos colectivos que superan el horizonte del ciclo económico y político. Que la solución del primero pasara por la privatización de los bienes comunes, y el segundo fuera Gobernador del Banco de Inglaterra, no le resta importancia al acierto en constatar el alcance ‘trágico’ de las consecuencias de un modelo económico que externaliza costes no asumidos en el medio y largo plazo y nos condena por tanto como especie, al precio de beneficiar a una generación y dentro de ella a una élite reducida.

Si se mantuviera el crecimiento poblacional y económico, el agotamiento de los recursos sería aún más inmediato, hasta el punto de superar el efecto paliativo que pudiera aportar la tecnología. Sin embargo en términos demográficos tal vez estemos ante una ‘burbuja’, que se desinfle a lo largo de las próximas décadas dando paso a un cierto ‘decrecimiento’. Posiblemente no será más de un siglo el que haya tardado la marabunta poblacional en pasar por el planeta y arrasar en buena medida con sus recursos. A su paso quedará un mundo ajado pero con suficiente fuerza para pasar página. Pasará lo mismo en términos sociales. Al menos en los países occidentales, es previsible que una sociedad envejecida vele por mantener los derechos y prebendas generacionales, mientras las personas más jóvenes miren con ilusión y algo de impaciencia el futuro a medio plazo, cuando por obsolescencia demográfica se solucione el problema de la vivienda, de la contaminación ambiental y tal vez el déficit y deuda en las cuentas públicas.

Para llegar a ese remanso de paz futura habrá que evitar sin embargo un cortocircuito anticipado. Si observamos la vuelta al militarismo y a la retórica belicista que se extiende silenciosamente en medios y redes, no es de descartar que la última proeza de una generación que ha hecho del consumo su premisa socioeconómica y del narcisismo su mantra sociocultural, sea la de enviar a las personas más jóvenes a una guerra en la que se sacrifique el futuro de la humanidad con tal de engrosar un poco más algunas cuentas de resultados. Parece una pesadilla, si, y probablemente lo es. Un mundo de ancianos mirando un planeta devastado y sin fuerzas ya para revertir la catástrofe que ha generado.

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