domingo, 11 de diciembre de 2022
Déficit de realidad
El frío arrecia y nos encontramos mirando el radiador con la misma melancolía pero sin el hechizo con el que nuestros ancestros miraban las llamas del hogar. La decisión de encender la estufa o la calefacción se ha convertido en una operación de riesgo en demasiadas lares, que se debaten entre la alternativa de congelarse o de acabar de hundir la economía familiar. No sabemos cuántos son los ancianos que se cubren con mantas en el salón, porque con la pensión de 800€ no les da para pagar el consumo eléctrico. No sabemos cuántas personas se visten con pijamas de felpa y calzan zapatillas gruesas con tal de aplazar al máximo el día ‘D’, eso es, el del desembarco de la compañía energética en las cuentas domésticas. No sabemos en definitiva cuántas personas pasan frío porque se les extinguió el ahorro, o porque el crédito ya no les da para aplazar unos días más la sentencia de la pobreza. Decía Ghandi que la tierra da lo suficiente para las necesidades de todos, pero no para satisfacer la codicia de unos pocos, y no hay arrestos para poner justicia, ya no en el campo de batalla donde la miseria y la crueldad campan a sus anchas, sino en el dominio de lo cotidiano.
Mientras unos se refugian en la cocina, junto a la olla en la que se cuecen las legumbres y que desprende un confortable vaho, y otros buscan refugio en la biblioteca o en el hogar de ancianos, las cuentas de las multinacionales llenan los titulares de desidia y oprobio, sumando ceros a la vorágine de un sistema que día a día pierde legitimidad, pero que parece disfrutar de una salud de hierro. Si pensamos por un momento en la población de Ucrania, que sufre las consecuencias de una situación de la que se benefician de manera extraordinaria las empresas de gas, de petroleo o de armas, y que enfrenta el invierno desde la absoluta precariedad e incertidumbre, da como para sentir que tenemos la fortuna de nuestro lado, aunque eso, claro está, es en términos relativos, y de poco nos ayuda a nosotros y menos aún a las mujeres y hombres en Járkov o Odesa para hacer frente al frío que les atenaza pies y manos. Existe un claro déficit de realidad, eso es, de comprensión clara y fundamentada de cuáles son las necesidades insatisfechas de las que hablaba Ghandi. El sufrimiento de la población pasa inalterado a través de una montaña de datos que no llega a aprehender ni de lejos lo que es la pobreza que ésta realmente experimenta.
Sabemos por ejemplo que hace dos inviernos uno de cada seis hogares no conseguía mantener su vivienda a una temperatura adecuada. Pero fue mucho antes de que hiciera impacto la inflación que se desató el verano siguiente. Y sin embargo son esos los datos de los que disponemos, porque la estadística, y especialmente las encuestas, no se ajustan a la urgencia de disponer de una comprensión actualizada e inmediata de las necesidades que experimentan las personas. Los datos de impagos, de utilización de tarjetas de crédito, de acceso a los bancos de alimentos nos pueden dar una visión circunstancial, pero que es demasiado limitada, cuando de lo que se trata es de ajustar las políticas públicas a la satisfacción real de los derechos fundamentales de las personas. Por suerte no estamos como en la Rumanía de Ceaucescu, en la que se falseaban los datos de la temperatura exterior para justificar las restricciones en los suministros, pero algo falla cuando los datos de la carencia material severa, eso es el acceso a la alimentación, la capacidad de hacer frente a gastos imprevistos o de calentar el hogar nos llegan con más de un año de retraso.
Lamentablemente el déficit de realidad no tan sólo es el resultado de la insuficiencia, sino también de la saturación de datos que bien poco tienen que ver con las necesidades inmediatas, pero que influyen con fuerza en la percepción que tenemos del día a día. Y no hablamos sólo de las noticias basura que desinforman y distraen, o de las bravas batallas dialécticas entre unos y otros, o de los diferentes capítulos del pánico inducido con el que de manera recurrente se impone el silencio, ni tampoco de las cuentas de suculentos beneficios, o del serial del lujo que experimenta una élite restringida, y que comparte sin complejos lanzándose a la estratosfera, o disfrutando de carrozas, yates y mansiones, sino de las encuestas de intención de voto, estas si, inmediatas y convenientemente segmentadas para su análisis en toda suerte de variables y parámetros, y que no hacen sino crear estados de opinión para amortizar el agravio que se siembra con tal de dictaminar profecías que luego se cumplan.
Pero al margen del conocimiento insuficiente de la realidad que vive la población, y de la interpretación intencionada de su percepción a través de un prisma supuestamente ‘político’, hay un tercer déficit de realidad que clama al cielo. Es el que discurre en ‘torres de marfil’ como las del Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo, que sin tener experiencia real y directa de lo que es la economía para la mayor parte de las personas, dictaminan y sentencian el grado de ‘crisis’ que conviene inducir, con tal de cuadrar la contabilidad nacional. El único mecanismo que pretenden utilizar, el único valor que quieren administrar, es el del dinero, sobre el que tienen al parecer una potestad divina que discurre al margen de todo cauce democrático. No les importa el desempleo, la pobreza o la desigualdad. No saben contener los precios ni canalizar la voracidad de los mercados, porque los únicos intereses que atienden son los de la economía financiera. Que una persona que gana 50 veces la renta mínima decida sobre la conveniencia de atizar o no la crisis que afecta al conjunto de la población, supone un fallo estructural, un déficit de sentido común y de justicia, que exige una transformación ‘real’.
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