lunes, 1 de agosto de 2022
Verano del 22
Publicado en 'Nueva Revolución' el 29.07.2022
Si consultamos la filmoteca veremos que lo de situar una trama en el verano de un año determinado es recurrente. Tal vez la canícula y la luz deslumbrante le den intensidad a las vivencias. Tal vez la holganza le dé profundidad a lo que, en otro momento, no habría sido sino una anécdota. Tal vez lo que tiene de cenital el estío, le imprima una pátina de melancolía a lo que, en otro contexto, habría sido sencillamente irrelevante. En cualquier caso, si pensamos en los y las guionistas de la previsible ‘Verano del 22’, escrita y rodada en algún momento de un futuro incierto, conviene remitirles esta entrada. Como si se tratara del mensaje en una botella, o de una misiva depositada en una de esas cápsulas del tiempo que se entierran a la entrada de los colegios o en algún lugar recóndito de la naturaleza, a ellos se dirige esta nota que deja constancia no sólo de un empeño ingenuo, sino también de una zozobra y de un posible naufragio. Y es que, a pesar de que la economía aún crezca, de que nuestro mercado de trabajo dé muestras de vitalidad como nunca antes, la sensación que nos inunda en este verano del 22, es la de un profundo abatimiento y de una derrota que se asoma como una nube negra al horizonte.
Es difícil de explicar, y tal vez debamos apoyarnos en quien, sin duda, seguirá siendo un referente, incluso en ese futuro improbable. Al describir lo que tiene de irracional la economía, Keynes decía que “gran parte de nuestras actividades positivas dependen más del optimismo espontáneo que de una expectativa matemática, ya sea moral, hedonista o económica”. Claro que esos eran los buenos tiempos que anticipaban las tres décadas doradas. Hoy, que estamos de vuelta de casi todo, habríamos de reescribir la cita del economista británico en los siguientes términos: “gran parte de nuestras actividades negativas dependen más del pesimismo espontáneo que de una expectativa matemática (…)”. Cuando nos encontramos en el reino de la profecía autocumplida, en la que el miedo, la desconfianza y el hastío definen nuestro futuro inmediato, ya no somos víctimas de los espíritus animales que tan bien describía John Maynard Keynes, sino de unos animales que tienen muy poco de espirituales, y mucho de codicia humana y de cálculo premeditado. Y es que el control que ejercen estas singulares bestias sobre nuestros destinos, se alimenta de datos y de algoritmos, aunque se articule a través de algo tan poco matemático como nuestras emociones.
Si hoy preguntamos en nuestro círculo cercano si nos encontramos en crisis, la respuesta será, por regla general, que estamos en un momento muy delicado, y que esa nube en el horizonte, se acerca a pasos agigantados. Quién lo diría cuando el FMI pronostica un crecimiento del 4%, la población ocupada se acerca a los 20,5 millones, y el número de personas en situación de paro ha bajado de la cota histórica de los tres millones, por primera vez desde hace casi 14 años. Y sin embargo la tensión geopolítica, la sensación de impotencia instalada por la pandemia, y la inflación, que se come nuestros ahorros y recursos mientras engrosa los balances de las grandes empresas, nos llevan por el camino de la amargura. Por muy lunático que le pueda parecer al autor de ‘Verano del 2022’, la sensación que uno acaba teniendo, es que las crisis ya no son los síntomas que lanza el sistema al fallar, sino que ellas mismas se han convertido en una parte substancial del mismo. Que ante la dificultad extrema de conciliar democracia y redistribución interesada de los recursos, la solución pasa por aprovechar situaciones ‘imprevisibles’ que justifiquen una anormalidad en la que sea posible liberar sin límites las pasiones y anhelos del poder económico y financiero.
Inducir una crisis no debe ser sencillo y lo debe ser aún menos el instigar una en la que se gane al provocarla, mientras esta transcurre y también cuando la crisis ya ha amainado. El ejemplo de manual lo tendríamos con la Gran Recesión, en la que algunos obtuvieron réditos mediante las condiciones que la generaron, gracias a las políticas dictadas para paliarla, y en el paisaje posterior con un marco normativo y fiscal aligerado. La práctica permite mejorar la técnica en cualquier ámbito, y así pasa también con las crisis. Un resorte central que conviene manipular con destreza es el sentir de la población. Si se instalan adecuadamente la indolencia y el miedo, y la inercia alimenta el fatalismo, la partida ya está medio ganada. Tan sólo hará falta un gobierno que institucionalice la socialización de las pérdidas, como pasó en 2011, y vuelta al ruedo.
Ante esta situación conviene avanzar a nuestros amigos guionistas, que somos muchos los que empezamos a estar hartos de la desmoralización, y que lo que nos preocupa no es el futuro, sino nuestro presente inmediato. Este está repleto de injusticia y de precariedad, pero, lo que es peor, también de quien se ha dado por vencido, o de quien le cuesta mirar más allá de su ombligo. Lo que hoy toca no es repetir como un autómata el mantra del ‘último verano’, que esa es otra película, sino explicar lo que se ha hecho, que es mucho, profundizar en el carácter social y redistributivo de las políticas de gobierno, y colaborar desde la generosidad y la inteligencia colectiva en la izquierda política. Esa es la única vía para que los espectadores en ese futuro remoto en el que se estrene ‘Verano del 2022’, se lleven la impresión de que, a pesar de la nube negra, de la codicia y de las bestias singulares, el 2022 fue un buen verano.
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