martes, 9 de agosto de 2022

Guerra sin distinciones

Recientemente se cumplían 98 años del asesinato del sindicalista y político Jean Jaurès, fundador del diario l’Humanité, a manos del nacionalista ultracatólico Raoul Villain. La cobarde ejecución, a través de una ventana del Café du Croissant en la Rue Montmartre, era la respuesta brutal al pacifismo militante del diputado socialista que, una semana antes, proclamaba a las afueras de Lyon: “no hay ya, en el momento en que nos amenazan de asesinato y de salvajadas, más que una oportunidad para el mantenimiento de la paz y la salvación de la civilización, y es que el proletariado una todas sus fuerzas”. La crítica al colonialismo y al belicismo de Jaurés ya le habían puesto en el punto de mira de la reacción y lo convertían en una de las primeras víctimas de una guerra que, tan sólo en la parte francesa, acabaría por cobrarse cerca de 2 millones de vidas. Probablemente no hay opción política más desagradecida que la de declararse pacifista en el tumulto de una contienda. Lo era hace ahora cien años, y con toda certeza lo sigue siendo hoy, cuando ha vuelto a instalarse en Europa un conflicto que sacude nuestros cimientos democráticos.

Con la guerra de Ucrania ha faltado todo debate sobre la objeción de conciencia, o sobre cómo trabajar en una paz, al parecer descartada por todos. Parece como si, en pleno siglo XXI, se siguiera asumiendo la guerra como una situación de fuerza mayor en la que no cabe el cuestionamiento o la duda, y mucho menos un pacifismo que sigue siendo manipulado, cien años después del asesinato de Jaurés, para denunciarlo férreamente como cobardía o traición. No han cambiado tampoco las principales constantes de una confrontación bélica. La primera de ella es que al frente van los pobres. Como se ve en las calles europeas, no faltan expatriados ucranianos que se pasean en coches de alta gama, lejos de la contienda, mientras en el frente del Dombás caen los que no han podido o no han querido huir, y se refugian en los sótanos quienes no tenían ni para llenar el depósito del coche. Las guerras no defienden ni los intereses ni los derechos de las personas trabajadoras, sino que utilizan a estas como carne de cañón aderezada en el salmuera de la identidad, para conquistar objetivos que son siempre espurios y se concretan demasiadas veces en los balances contables de las corporaciones.

Una segunda constante es, que el fragor de la batalla suele ser utilizado para hacer borrón y cuenta nueva de otros derechos y conquistas sociales, que zozobran en la marejada marcial. En el caso de Ucrania, se ha manipulado la legislación laboral en dos ámbitos. En primer lugar, eliminando la negociación colectiva en empresas de menos de 250 empleados (la inmensa mayoría) para promover la negociación individual y, de paso, el uso de los contratos de cero horas, eso es, de la máxima discreción y arbitrariedad por parte del empresariado. Al mismo tiempo, el servicio secreto ha procedido a expropiar, al amparo de las leyes 6420 y 6421, el patrimonio sindical, por valor de más de 186 millones, que, es de esperar, será subastado entre amigos y oligarcas. Que este patrimonio está siendo utilizado para acoger a más de 300.000 personas refugiadas importa poco, como tampoco parece relevante que esa propiedad colectiva nace de las cuotas pagadas a lo largo de décadas por los trabajadores y trabajadoras, o que estas prácticas sean las mismas que el ‘Siervo del Pueblo’ criticara con tanta acidez cuando de lo que se trataba era de ganarse el fervor popular.

Finalmente hay una tercera cuestión que sigue siendo candente en el marco de ese internacionalismo que Jean Jaurés propugnaba entre las clases populares. Va más allá de la línea del frente y afecta a la retaguardia, y a quienes viven y trabajan mucho más allá. Y es que las guerras trasladan el virulento contraste de la miseria y la gloria más allá de las trincheras. Tanto el bienestar menguante de las clases populares europeas, exprimidas por el incremento de precios, como los crecientes márgenes de beneficio que nuestros particulares oligarcas y potentados sacan a la contienda, nos dicen que, si no se le pone freno, la guerra seguirá durante un buen tiempo, y con ella inflación e incertidumbre. La crisis bélica como cualquier otra crisis, altera los equilibrios y sitúa beneficiarios y perdedores en un nuevo equilibrio improvisado, que los primeros intentan mantener el tiempo que sea posible. Precisamente cuando más fuerte se hace el clamor de los agravios y los valores identitarios, más evidente se hace la falta de cultura y control democráticos.

No es evidentemente ningún consuelo, pero a falta de justicia universal, existe la justicia poética. Así Raoul Villain, liberado tan sólo 5 años después de asesinar a Jean Jaurés, se instaló al noreste de la isla de Ibiza, en la cala de San Vicent. Por su extravagancia, nuestro ‘villano’ era conocido entre sus vecinos como el ‘loco del puerto’. El año 1936 un grupo de milicianos anarquistas, en ruta de Mallorca a Barcelona, recalaban en la playa y detenían al pintoresco patriota francés, al que por su aspecto refinado, tomaron por un espía del ejército sublevado. Su ejecución, dos días después, fue un crimen cometido en el tumulto de otra guerra, que nada tenía nada que ver con aquella que Villain defendió y promovió mediante el asesinato de Jaurés, pero es que las guerras no hacen distinciones porque dan continuidad a lo que es siempre un mismo impulso criminal.

¡Volvemos en septiembre!

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