lunes, 6 de junio de 2022
Pepe o Pepa
Con respecto al origen del nombre de ‘Pepe’ existen dos teorías. La primera lo relaciona con Giuseppe, José en italiano, que, abreviado en Beppe, se habría convertido en el origen del hipocorístico ‘Pepe’, que hoy se aplica, con mayor o menor anuencia, a cerca de 700.000 personas en España. La segunda sitúa el origen en el ‘Pater putativus’, abreviado en las siglas P. P. con el que, a pie de página, se denomina en la biblia, a José, esposo de María. Padre putativo es aquel que es considerado socialmente como padre, aunque no lo sea en el sentido biológico, que es el caso del carpintero que adoptó como hijo a Jesús. Se puede interpretar que lo de padre putativo se lo han hecho suyo, no sólo quienes se dedican a ejercer de padre sin lazo genético. Es este, como muchos otros, un país en el que no faltan prominentes, que, de manera generosa, se adscriben la ascendencia moral sobre los y las demás. Ya sea en la iglesia, en el ejército o en la política, el paternalismo comporta algunas ventajas importantes, entre ellas la más destacada, la de no reconocer la independencia, autonomía o derecho a la emancipación de los demás.
Frente al Pepe está, cómo no, la Pepa. Es esta la abreviación de la Constitución de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, día de San José, en la capital gaditana, por las Cortes Generales españolas. La primera Constitución del estado español era, a pesar de responder a los desmanes y arbitrariedades de Fernando VII, monárquica y de sufragio censitario, aunque con un claro sesgo liberal. Entre sus aciertos figura el artículo 13, que sitúa como objeto del Gobierno la felicidad de la Nación, “puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. La que sería conocida como ‘Pepa’ fue una constitución efímera, pero cuya influencia se mantuvo viva a lo largo de todo el siglo XIX, sirviendo de contrapunto al absolutismo y situando en el horizonte político, la esperanza de una norma fundamental al servicio de los derechos y necesidades del conjunto de la población. La referencia a la ‘felicidad’ se inscribe en la perspectiva recogida en la Declaración de la Independencia de los EEUU, que situaba como derechos inalienables “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Si el universo de la ‘Pepa’ por tanto representa el respeto a la emancipación, al bienestar y a la felicidad de los individuos, el del ‘Pepe’ vendría a ser todo lo contrario, al convertir a la patria en sucedáneo de un hogar, en el que hay que subyugarse a la autoridad de los padres y padrísimos al precio de crecer a la sombra del ciprés, de la bandera o del cuartel. Si consideramos la historia reciente de este país, vemos que ha prevalecido históricamente el ‘Pepe’ sobre la ‘Pepa’ y que existe una pugna incesante, incluso cuando, como en nuestro caso, el gobierno lo ostenta quien apuesta por el progreso como superación de los lastres históricos. La tolerancia con la monarquía, con la opacidad del estado profundo, el distanciamiento con la diversidad cultural que caracteriza una identidad poliédrica como la del estado español, nos muestran que, también en este remanso histórico de prosperidad democrática, junto a las ‘Pepas’ hay aún mucho ‘Pepe’, que parece amedrentarse ante la oportunidad histórica que traslada la circunstancia actual, a la hora de facilitar, si no la felicidad, sí la satisfacción y el bienestar de la inmensa mayoría de la población.
Las recientes conquistas en el ámbito del trabajo, con cifras de desempleo cuyo éxito nos remonta a la situación anterior a la Gran Recesión, hace ahora casi tres lustros, en el ámbito de los derechos de ciudadanía, de la educación y formación, o en la protección social, no encuentra sin embargo respuesta objetiva en la demoscopia, con una intención de voto que se escora hacia el ‘pepismo’ y que dibuja un horizonte incierto que podría acabar de enturbiarse con las próximas elecciones andaluzas. Para situarlo conviene recordar cómo tras el trienio liberal (1820-1823) que recuperaba a la ‘Pepa’ como norma fundamental, cruzaban los Pirineos los cien mil hijos de San Luís, fecundísimo padre putativo, cuyas huestes y progenie recuperaban el país para uso y disfrute del absolutismo. En la cruzada organizada en nombre de la ‘Santa alianza’, la resistencia por parte de la población, desmoralizada por años de conflictos, fue limitada, como lo fue también la capacidad de oponer resistencia por parte del ejército constitucional.
El último acto de esta nueva victoria de hijos putativos y mercenarios varios fue la rendición de Cádiz y la enésima traición del déspota y rey, Fernando VII. Se abría con esta derrota un nuevo horizonte de decadencia, pobreza y servidumbre, que es lo que comporta el régimen de todo ‘Pepe’ que se precie, tan sólo interrumpido por las dos efímeras repúblicas y por una democracia que hoy sigue estando en construcción, expuesta a las vocaciones intempestivas de quienes se adscriben el derecho a ejercer de patriotas o, lo que es lo mismo, de padres de la nación. Infeliz, pero nación, a fin de cuentas.
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