martes, 5 de abril de 2022

Pocas luces

La emergencia de la extrema derecha en Europa tuvo lugar en el marco de las políticas de austeridad y se alimentó de la precariedad, de la incertidumbre y de la sensación de injusticia que éstas instalaron, especialmente entre la población más vulnerable. Ahora, el riesgo radica en que la respuesta a la inflación desbocada acabe por consolidar la opción del nacional populismo en un marco de creciente tensión geopolítica. La tentación a la que se pueden ver abocadas las instituciones por presión de los grandes actores financieros y de los tanques, no militares, pero si del pensamiento neoliberal, queda plasmado en la agria respuesta a un reciente artículo de la economista Isabella Weber. En él la investigadora del Instituto de Investigación de Política Económica comparaba la actual evolución de los precios, con la que tuvo lugar después de la Segunda Guerra Mundial. Al igual que en ese momento, el contexto es el de una significativa bolsa de ahorro embalsado y de importantes cuellos de botella en la oferta, que es aprovechada por algunas grandes empresas para incrementar los precios.

La bronca de algunos destacados espadas del relato corporativo se ha cebado en la economista por plantear una alternativa al reduccionismo que supone limitar las opciones a dos: no hacer nada, con tal de que amaine la tempestad de precios, o introducir recortes fiscales y subidas de tipos de interés en la línea de la respuesta a la Gran Recesión. Weber recuerda que, en 1945, la respuesta fue la de contener la inflación mediante el control de precios de bienes básicos. La acritud con la que se ha recibido una propuesta aplaudida, entre otros, por Mariana Mazzucato, muestra la resistencia visceral de quienes prefieren plantear la inflación como la consecuencia de la guerra impulsada por el gobierno de Putin, y no como el abuso y la falta de responsabilidad por parte de aquellos que ven en cada nueva crisis una oportunidad para engrosar su cuenta de resultados. Hasta qué punto es socorrida esta argumentación lo pone en evidencia el simple ejercicio de consultar la evolución de la inflación con la guerra de Irak, que se desarrolló en pleno centro neurálgico de la producción de petróleo mundial.

La intervención en los precios no debiera ser ningún tabú. Nos lo muestra la reciente intervención de la agencia gubernamental federal en la filial alemana de Gazprom, mediante una nacionalización temporal, o lo sitúa con claridad, la petición, a mediados de marzo, de la patronal catalana Foment, de intervenir en los precios, ante las consecuencias de un sistema de tarificación eléctrica “insoportable”. El reclamo de la organización empresarial confederada en la CEOE supone además una cierta singularidad, cuando al organizar al sector eléctrico (aeléc), el apelar al gobierno, traslada un claro déficit organizativo. La intervención temporal en los precios no es por tanto ningún anatema por mucho que se exasperen algunos voceros. Al fin y al cabo la elevada inflación no tan sólo pone en riesgo la solvencia y liquidez financiera de muchas pequeñas y medianas empresas, sino que lastra su competitividad a medio plazo, al ser el impacto inflacionario de carácter asimétrico en Europa, y castigar especialmente la capacidad exportadora de un gran número de sectores y de empresas organizadas en la patronal española.

Negarse a arrimar el hombro tiene mucho que ver con las puertas giratorias y con la permeabilidad de los grandes partidos a las presiones de los lobbies. Pero cambiar el sistema de fijación de precios marginalistas es hoy una prioridad perentoria, y lo es, no tan sólo por la eficiencia, sino también por algo tan depauperado como la coherencia económica. Que las hidroeléctricas o el sector nuclear, que hace tan sólo 5 meses, bastante antes de la guerra de Ucrania, lanzaba un órdago en toda regla al gobierno por la imposición de ‘tributos lesivos’, estén cobrando a precio máximo instalaciones ya amortizadas, supone una ventaja que tiene poco de competitiva y se inscribe en la lógica del oligopolio. El coste que comporta el injustificable aumento de los precios de la electricidad no tan sólo es el de un impacto directo sobre la estabilidad y recuperación del tejido productivo, sino el de una crisis que no beneficiará sino a quien se alimenta de la polarización, del victimismo y de la tensión social.

Que en la situación actual haya quien defienda sus beneficios como quien, en otros tiempos, defendiera el diezmo o el derecho de pernada, es un sinsentido al que no se puede dar pábulo. No tiene que ver sino con la vocación extractiva del gran capital, que ve en la bolsa de ahorro de una parte de la población un beneficio potencial que quiere realizar, y, al mismo tiempo, confía en que las transferencias y créditos blandos a las empresas en el marco del Plan de recuperación, acabe por equilibrar los balances contables, aunque sea al precio de vaciar de sentido la tan necesaria inversión en la transformación de nuestro modelo productivo. Aceptar como fuerza mayor los argumentos e intereses de los grandes actores financieros y económicos es hoy lo más parecido a promover una desestabilización que puede tener consecuencias funestas para la cohesión social y territorial. Demasiada codicia para tan pocas luces.

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