miércoles, 20 de abril de 2022

Crisis sistémica

La sucesión de crisis (financieras, sanitarias, bélicas) a la que asistimos habría de confrontarnos con la sospecha de que todas ellas tienen un elemento en común. Sin embargo la tentación a centrarse en el detalle, a evadirnos en la elucubración de los ‘culpables’, a creer que existe un remedio específico, que, una vez aplicado, nos devolverá a la tan ansiada ‘normalidad’, parece demasiado fuerte como para asumir que nos confrontamos con una sucesión de síntomas que responden a un mal de naturaleza más profunda. La simultaneidad de algunas de estas crisis, como la ecológica, la social o la creciente polarización política e internacional, que coinciden con otras de carácter más coyuntural, no lo pone fácil. Hablar de crisis sistémica es hoy lo más parecido a un anatema. Obliga a cuestionar lo que tiene de sólido el mundo en el que creemos vivir y plantea la necesidad de una respuesta estructural, cuando la urgencia parece favorecer la perspectiva parcial, eso es, el centrarse en el síntoma y no en la enfermedad.

A finales de la segunda guerra mundial, el filósofo Karl Polanyi planteó un análisis integral de los principales déficits sistémicos que tomó cuerpo en su magnífica ‘La gran transformación’. En ella recordaba que dar pábulo a la ficción de que tierra, trabajo y dinero son mercancías, conduce inevitablemente a la ‘demolición de la sociedad’. Esta ficción tiene en la hipótesis del crecimiento perpetuo su principal hilo conductor, pero no el de las capacidades humanas, en el sentido de un ‘progreso’ amplio e integrador, sino en el crecimiento de un único elemento: el capital. Este habría aumentado con una tasa compuesta cercana al 3% a lo largo de los últimos 200 años. Tiene que ver y mucho el dividendo ‘demográfico’, con un aumento de la población que se ha multiplicado por siete a lo largo de este periodo, mientras que, de manera simultánea, se doblaba la esperanza de vida, lo que ha promovido un crecimiento económico exponencial por el incremento, estructural y permanente, de la demanda global.

La limitación del crecimiento demográfico se ha hecho evidente a lo largo de las últimas décadas y ha provocado la introducción de otras medidas, con tal de mantener el aumento inalterado del rendimiento del capital. La más evidente fue tal vez el abandono del patrón monetario, a principios de los años setenta, que facilitó la creación de dinero, mediante la liberalización de los préstamos interbancarios y una sucesión de burbujas de activos que, tras su clímax, con la Gran Recesión, ha pasado el testigo a la expansión cuantitativa por parte de los bancos centrales. El precio de esta evolución ha sido el de la acumulación de una deuda que hoy parece ya impagable y que va ligada intrínsecamente a la voluntad de no poner coto a una acumulación de capital que se ha servido además de la privatización de activos públicos (agua, tierra, patentes, datos), de la pauperización del trabajo, o de la sobreproducción mediante la obsolescencia programada, el marketing o la revolución tecnológica permanente.

La intensidad creciente en la sucesión de crisis coyunturales, ayer una pandemia, hoy una guerra, no hace sino demostrar las dificultades a las que se enfrenta el capital con tal de escapar a las limitaciones materiales del crecimiento exponencial y la solución parcial que encuentra en la generación de crisis, que facilitan, una y otra vez, una redistribución regresiva de la riqueza. La creación de dinero electrónico o el desarrollo de sectores económicos ‘inmateriales’ (espectáculo, ocio) que se presenta como solución, pero que no darán lugar sino a nuevos colapsos, es, en palabras de David Harvey “más un último estertor del capital que la apertura de un nuevo horizonte para su acumulación sin fin”. Tal vez “los parásitos han ganado la batalla” pero es una victoria incierta porque a medio plazo la guerra por la supervivencia del capital está perdida.

Al escribir estas líneas el geógrafo y antropólogo inglés, hace ahora ocho años, aún no se había mostrado en toda su crudeza la derivada geopolítica de esta crisis sistémica. En ese momento aún estaba garantizada la hegemonía económica de EEUU gracias a su control sobre la moneda mundial. La guerra de Ucrania y el distanciamiento creciente entre las potencias emergentes o emergidas y el gigante norteamericano, amenaza hoy su liderazgo y la propia esencia de lo que se conoce como la ‘diplomacia del dólar’. Perder el poder sobre la máquina de producir billetes confronta hoy a la primera potencia militar del mundo con un reto sin precedentes que no hace sino acrecentar la incertidumbre global. Pesa en ella el evidente agotamiento de la premisa del crecimiento exponencial y permanente del capital, la debilidad de los organismos internacionales como NNUU, y que una gran parte de la población mundial “se está convirtiendo en desechable e irrelevante desde el punto de vista del capital.”

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