domingo, 13 de marzo de 2022
Requiem por la 'Ostpolitik'
En los años ochenta hubo tres elementos que acompañaron la emergencia de los ‘verdes’ en Alemania. El primero la necesidad de encontrar una alternativa ideológica al pensamiento y práctica de la socialdemocracia a la hora de atenuar o poner límites al capitalismo. El segundo y tercero, que son los que han quedado en memoria, el pacifismo y la lucha contra la energía nuclear y por la sostenibilidad ambiental que llevó a rango de fenomenología el añorado Ulrich Beck. Para quienes asistimos a los debates entre fundamentalistas y realistas en Alemania, la deriva pragmática que se instaló desde el primer momento, despertó recelos, que luego se confirmarían cuando los verdes empezaron a vestir de largo en los gobiernos regionales en Alemania, en coaliciones ‘útiles’, que devaluaban la ambición ‘ideológica’ en una orientación responsable del consumo y diluían el pulso transformador inicial hacia la consolidación de una ecoburguesía, perfectamente compatible con la postración programática del SPD de Schröder en el cambio de siglo, que tomó forma con la Agenda 2010 y la intervención en Kosovo.
Sin embargo que, a pesar de su negativa a participar en la guerra de Irak, Schröder acabara por defraudar a propios y ajenos con una carrera profesional que acabó por convertir el espíritu de la ‘Ostpolitik’ de Willy Brandt en un proyecto de lucro personal muy en la línea de los grandes conglomerados industriales alemanes, resultaba más predecible que el posicionamiento de los verdes en el momento de llegar al gobierno federal. De las inmensas paradojas a las que asistimos estos días, una que parece pasar desapercibida, pero que tiene miga, es que la asunción de responsabilidades gubernamentales de los Verdes coincida con la declaración europea de la energía atómica como ‘energía verde’, y con un incremento del presupuesto militar alemán que rompe de manera significativa con su tradición antimilitarista. Que con la invasión de Ucrania, deshumanizada y brutal, el contexto es excepcional, no lo duda nadie. Pero que la capacidad y vocación diplomática de Alemania nos falta precisamente cuando mayor es su ascendente sobre la política europea, no deja de ser tampoco una obviedad.
Europa muestra debilidad y falta de iniciativa y liderazgo en la política internacional y de vecindad, precisamente cuando sus políticas de estímulo fiscal refuerzan su vocación política en el plano interno, lo que comporta una segunda paradoja. Pasa factura el atlantismo que ha pasado de largo frente a los compromisos asumidos en el Acta de París que, en noviembre de 1990, así un solemne George Bush, ponía fin a la guerra fría. En la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, celebrada en la víspera, Gorbachov abogaba por prevenir la balcanización o libanización de regiones enteras del este europeo mediante un esfuerzo colectivo de solidaridad que superara el desfase económico y tecnológico entre bloques mediante estructuras de cooperación económica, ecológica y tecnológica. Hasta qué punto quedaron en agua de borrajas los buenos propósitos, que incluían propuestas de desarme convencional, la eliminación de armas nucleares tácticas, y la creación de un consejo paneuropeo de seguridad, se ha hecho evidente si consideramos la situación actual.
Hoy parece sin embargo del todo imposible conciliar el fragor de una ofensiva bélica salvaje con una revisión crítica del pasado. Los esfuerzos diplomáticos pasan en estos momentos por China o Israel, y ponen de relieve la laxitud política de una Unión Europea que va a remolque de los acontecimientos y parece darse por satisfecha con una política de sanciones dirigida a presionar a los oligarcas rusos, pero que, he aquí la tercera paradoja, enriquece a oligopolios europeos en el sector eléctrico, financiero o armamentístico, mientras pagan la factura las clases trabajadoras en Rusia y en Europa. Cuando el ‘No a la guerra’ parece haberse vuelto incompatible con un ‘No a la Otan’ convertido en auténtico anatema, cuando cualquier iniciativa diplomática europea que se oriente en una solución inmediata que ponga paz y rebaje el conflicto, es desprestigiado de inmediato como ‘flojo’ o ‘equidistante’, quien sale perdiendo es la población y con ella un proyecto europeo que, frente a la crisis de la pandemia, empezaba a orientarse en una cierta solvencia política, económica y social.
Nadie puede poner en duda el derecho a la autodefensa de quien es ultrajado por la violencia injustificable de un gobierno autocrático como el de Putin. Tampoco se puede obviar que la solución pasa por una visión de conjunto que ha sido marginada permanentemente a pesar de la evidencia de la deriva autoritaria de Rusia, tolerada y promovida por cumplir con los principios sacrosantos de la lógica neoliberal. Que esta, cuando falta el espíritu de cooperación y la perspectiva política, promueve el nacionalismo a ultranza, lo ha mostrado en toda su crudeza la sintonía rusa con la extrema derecha en Europa, a la que tampoco es ajena una parte del establishment estadounidense, como se vio con Trump, que, al igual que Putin, veía en la construcción europea la consolidación de un competidor en el tablero global que urgía desestabilizar. Superar la lógica del conflicto pasa así en, primer lugar, por asumir la responsabilidad, y desde esta, el compromiso con las víctimas de una guerra que apela de manera singular a la diplomacia europea, y muy especialmente a su autoridad política y moral.
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