miércoles, 23 de marzo de 2022

La pureza interior

Una manta. Una mano ensangrentada. Una maleta. Las imágenes con las que nos sacude la guerra en Ucrania son insoportables y apelan a una conciencia que parece tan desarmada como la población civil que sufre día a día de esta crueldad sin límites. Cuando nos preguntamos qué habrá en la maleta que se ha quedado postrada en un viaje a ninguna parte, qué mano no podrá sujetar ya esa mano que yace exangüe en la acera, nos interpela la necesidad de entender, de sentir, de abrazar con la emoción lo que deshumaniza la pasión brutal de la guerra, instante a instante. No podemos aceptar el relato higiénico de los gráficos, los mapas bélicos que sitúan, en colores primarios, el devenir de la contienda, los argumentos que tratan de conjurar la razón en un espacio desierto, en el que no crecen sino las ruinas. Hay algo que se resiste en nosotros a aceptar la violencia emocional de esas imágenes que nos confrontan con un conflicto demasiado cercano. Y sin embargo es aún peor darles la espalda, e intentar preservar unas certezas que, día a día, se desvanecen en el aire.

La primera víctima de toda guerra es la verdad. En el caso de Ucrania hace ya tiempo que yace junto a los escombros. La escalada militar que nace con el Euromaidan, crece en la cuenca del Donets, se pronuncia con la anexión de Crimea y se desata definitivamente con la reciente invasión del ejército ruso, se alimenta de una secuencia de agravios que parece ya imposible de frenar. Pero por mucho que se intente, cualquier argumento que quiera dar consistencia ideológica al conflicto acaba siendo irreverente. Cuando Vladimir Putin se felicita porque nunca antes el pueblo ruso gozó de tal unidad, olvida que quienes caen en el fuego cruzado son los que hasta hace 30 años formaban parte de un mismo proyecto político. Cuando habla de la quinta columna, de la traición, de los auténticos patriotas, o compara a quien se resiste con un insecto, resume argumentos propios del fascismo que dice combatir, en un despropósito tan grande, como pretender desnazificar un estado gobernado por un judío y que cuenta con la cuarta mayor comunidad hebrea del mundo.

Por el lado ucraniano, frente a la agresión, y al tratarse de una guerra defensiva, parece que sobran las explicaciones. Pero al margen de lo falaz y fatuo que deviene la sola mención de un concepto tan manipulador como el de ‘guerra preventiva’, sí hay dos aspectos que conviene situar. Uno es el de la instrumentalización de Ucrania por parte del liderazgo atlántico, que no sabemos si ha sido alevoso, pero que en cualquier caso ha sido procaz y torpe. El otro, el trasfondo político ucraniano de los últimos años, que es interesante analizar. No podemos olvidar que Zelenski es el comediante que convierte la serie ‘Servidor del pueblo’ en un proyecto político, y salta por tanto de la pantalla a la realidad, barriendo en las presidenciales, a los pocos meses de crear su partido, con el 73% de los votos. La campaña contra la corrupción que encabeza con tanto éxito, recuerda en cierta manera a la de otro referente político, también cómico, que triunfó en Italia hace una década al frente del movimiento ‘cinco estrellas’, que se reconocía explícitamente como ‘populista’.

En cualquier caso parece evidente que tanto en Ucrania como en Rusia el comunismo y la perestroika dieron paso de manera acelerada a lo que Yasha Mounk denomina la encrucijada de una democracia sin derechos y un liberalismo sin democracia. Si en Rusia el régimen férreo, primero de Yeltsin, después de Putin, hicieron posible que, en tres décadas, se triplicara, sin mayor resistencia, la pobreza relativa del 50% de la población, en Ucrania el transcurso ha sido diferente. Hasta qué punto la rebelión contra la oligarquía tuvo o no un trasfondo geopolítico, con EEUU intentando avivar las ascuas de la guerra fría, con tal de asegurar su liderazgo mundial, no está claro. Sí parece evidente que la exigencia legítima de una democracia representativa por parte de Ucrania debería ser alentada y trabajada desde el compromiso europeo, que no atlántico, y que esta no entra en contradicción con un estatus militar neutral. También que la inevitable coexistencia de Rusia y Europa en nuestro continente euroasiático, se ha de articular desde la lógica de la vecindad y no desde la confrontación geopolítica.

Cuando escuchamos a Putin hablar de la “necesaria y natural autopurificación de la sociedad” que fortalecerá a su país, nos entran escalofríos, por lo que tiene de reminiscencia de otros tiempos y lugares. Cuando vislumbramos cómo Alemania, con un gobierno socialdemócrata y ecologista, pretende aprovechar la situación para situarse entre las 4 primeras potencias militares a nivel mundial, nos preguntamos si este tipo de decisiones pueden tomarse sin un cierto consenso europeo y sin un mandato explícito de las urnas. Quien apela a la pureza interior lo suele hacer cuando ya tiene al gusano comiéndole las vísceras. Si lo pensamos bien, la única pureza que tenemos en nosotros es la empatía. Esta viene a ser el reflejo que guardamos en nosotros: los unos de los otros. Es el equipaje más preciado que la humanidad lleva en su maleta desde nuestro origen remoto. Es la única mano que hemos de asir y apretar.

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