lunes, 24 de enero de 2022
La sima de Jericó
Los ricos también sudan, se contagian e incluso han de mantener las distancias entre ellos. Y es que los virus y las bacterias no distinguen en función de la cuenta corriente aunque les abone el terreno la pobreza. Omicron ha acabado por imponerse también a la cumbre de Davos. El glamur que pretende deslumbrar al mundo una vez al año desde la ciudad más elevada de Europa, permanecerá apagado en 2022. Tampoco es que se pierda gran cosa, o como mínimo, así lo parece si miramos cuántas de las buenas palabras que se lanzan desde hace cincuenta años en el cantón de los Grisones ha comportado algún cambio relevante. Si acaso, a más énfasis en el altruismo de los millonarios, más desigualdad en el mundo, como constatan los informes que publica Oxfam anualmente. El de 2021 lleva por título “Las desigualdades matan’ y muestra cómo la pandemia ha enriquecido aún más a los más ricos, hasta el punto de que hoy, los 19 hombres más ricos, poseen ya más riqueza que los 3.100 millones de personas más pobres. Lamentablemente estos datos sorprenden menos que el hecho que sigamos dando alguna importancia a lo que digan nuestros magnates y milmillonarios.
Porque lo que comporta el dinero no es sabiduría, sino poder. Este se perpetúa por sí solo. Es compatible con las grandes palabras, aunque tenga algo de intolerancia digestiva a valores como la sostenibilidad o la cohesión, porque su combustible son la codicia, la falta de escrúpulos y otras taras que tienen poco que ver con lo que se dice, y menos aún con lo que necesita el mundo. La cumbre suiza responde a un impulso primario que no es otro que el de subir al lugar más alto para tener perspectiva, y para estar, a la vez, por encima de los demás. Tal vez venga de aquí la confusión. Tal vez alguien piense que una cosa lleve a la otra. Pero la perspectiva de la riqueza engaña y Davos no es sino un espejismo en un desierto que se esconde tras los copos y la sábana de nieve que cubre el paisaje. Lo que haría falta ante la realidad de un mundo que se consume, sería, si acaso, convocar a las personas más pobres del planeta y hacerlo en el lugar más bajo, con tal de que nos pudieran ayudar a centrarnos en lo esencial. Haría falta cambiar el concepto para encontrar el crisol en el que se concentre lo que nos queda de sentido común.
Pero si resulta sencillo encontrar el lugar más bajo de la geografía, ya sea el Mar Caspio si se trata del continente europeo, o Jericó si buscamos la ciudad más baja del mundo, lo de encontrar a la persona más pobre resulta más complicado. En un mundo en el que la deuda planetaria es de 226 billones de dólares, lo de estar endeudado no es sinónimo de ser pobre. Si fuese así la persona más pobre sería el corredor de bolsa Jérôme Kerviel, que estando en prisión, debe 6.300 millones de dólares. Pero ser pobre significa ser dependiente, estar condenado a la incertidumbre, no poder cubrir las necesidades básicas y eso comporta no tener ni tan sólo la oportunidad de endeudarnos. El primer paso es así acotar geográficamente y utilizar la renta per cápita y el índice de desarrollo humano. En función de estos indicadores los candidatos muy probablemente residirían en la República Democrática del Congo, en Somalia o en Afganistán o Nepal, si cambiamos de continente. Serían previsiblemente personas mayores, de género femenino, de minorías étnicas, con alguna enfermedad o diversidad funcional relevante. Personas no necesariamente más infelices, pero probablemente más sabias que nuestros magnates.
Supongamos que damos por amortizado el modelo Davos y convocamos anualmente la sima de Jericó con las doscientas personas más pobres y vulnerables del planeta para que nos orienten y nos digan por donde hemos de ir como colectivo global. Tal vez faltarán los datos, el glamur de los gráficos, la oratoria bruñida por las escuelas de retórica, pero a cambio habrá más sinceridad, honestidad y experiencia real. Convendría intentarlo, porque pretender reflejarnos en aquello que no somos ni llegaremos a ser, en aquellos que no ven más allá de sus intereses ni de su nariz, aporta poco más que constatar la contradicción entre la realidad y las proclamas, el ejercicio espurio de quien no pretende sino perpetuar y ampliar sus privilegios, y hacerlo, además, en loor de multitudes, envueltos en una ovación mundial.
Sin embargo el riesgo de organizar esta Sima de Jericó sería tal vez atraer el interés y la confianza de estas personas, más allá de sus necesidades más perentorias. No fuese que nos encontremos como con el benedictino y asceta Celestino V, que fue condenado a ser Papa en el año 1294, aún sin tener ningún interés, y que, al entender que no podría escapar de las manipulaciones a las que lo querían someter, decidió renunciar a aquella falsa dignidad para volver a su vida eremítica. El resultado fue que fue encarcelado a los 80 años y que murió castigado en una celda por su humildad.
Tal vez sea mejor preservar a los más pobres de la fama y escucharlos atentamente, pero de lejos. Al fin y al cabo tal vez ya hayamos tocado fondo y no nos hagan falta mares muertos o simas abisales para orientarnos, sino tan solo la voz de quien no persigue sino la vida y con ella su esencia, la dignidad.
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