martes, 9 de noviembre de 2021
Generación ciega
Ir al gimnasio vigoriza el tono muscular, pero puede tener también efectos balsámicos para el alma. Estos operan no sólo a través de la autoestima, que la rutina del ejercicio irriga convenientemente, sino también a través del hábito de compartir un espacio y una dedicación con personas que no conocemos. Cuando la socialización se restringe en la vida real, y se diluye en la contemporización a través de redes que tienen a menudo muy poco de ‘sociales’, faltan puntos de encuentro en los que confraternizar entre asiduos que comparten no más que un lugar, una práctica o una costumbre. El vestuario, las duchas, la rutina ante la taquilla, dan pie a un flujo casual y desinteresado de conversaciones en los que aprehendemos retazos de opiniones, reflexiones, breves fragmentos de la vida de otras personas que invitan a descubrir lo que tiene de poliédrica y diversa nuestra experiencia vital. Al margen del relato mediático, del ámbito profesional, se conforma así una constelación inopinada y gratuita de vivencias y sentimientos que ayudan a tomar y escuchar el pulso de nuestra convivencia social.
Si lo que se dice o comenta resulta estimulante, también lo es lo que se sugiere o calla, en la creación colectiva de un ambiente que se desea confortador y grato y en el que desencajan la vehemencia o el prurito excesivos. Aun así existen cuestiones que, por su recurrencia, insinúan disputas latentes en el perímetro social. Una de ellas, que se escapa en buena medida a la agenda mediática pero que prevalece, es la del conflicto generacional. Si bien cada generación tiene su propio mapa y talante sociocultural, lo que todas tienen en común, es la voluntad de distinguirse, especialmente a partir de esa edad en que empiezan a menguar las perspectivas, a flaquear las fuerzas, y en la que asoma la tentación de poner en valor por contraste la propia calidad moral. Es el momento de la distancia crítica, aquello de ‘la juventud de hoy en día’ y el ‘nosotros a su edad’, proclamas que tal vez se acompañan de un incómodo asenso, pero que afortunadamente se extinguen entre el zumbido de las cañerías y el canto entusiasta de algún alma alborozada que exprime sus cuerdas vocales bajo el chorro de la ducha.
Para quien alterna con datos y estadísticas, el agravio que comporta el distanciamiento crítico con las personas jóvenes de hoy en día resulta lacerante. A pesar de que las externalidades de nuestro sistema económico y productivo son hoy anatemizados por la falsa corrección política, estas, cuando se mencionan, se refieren singularmente al ámbito ecológico, social, geográfico y, de manera muy exigua, al generacional. Conviene tener presente que las últimas crisis han afectado especialmente a las condiciones de vida de las personas jóvenes, que se enfrentan a la extrema precariedad en su acceso al trabajo, y viven la emancipación como un anhelo que resulta irrealizable y que es permanentemente postergado. La realidad es que, a pesar de las garatusas del discurso oficial, de sus referencias gratuitas a la generación mejor formada de nuestra historia, la perspectiva que se ofrece a la juventud viene lastrada por el colapso social, por la degradación del medio natural y por la pauperización de la vida democrática y política que se nutre, ya por rutina o hábito, de la polarización y la crispación persistentes.
Para valorar quiénes son y qué pueden aportar las generaciones jóvenes, en primer lugar sería menester escucharlas. Pero al margen de vestuarios, redes sociales, movilizaciones silenciadas o voces de corifeos como Greta Thunberg, etiquetadas interesadamente como insólitas y extravagantes, faltan cajas de resonancia. Quienes tenemos la oportunidad de convivir con personas jóvenes, de asistir a su lucha diaria por superar la frustración y las trabas a las que se enfrentan, sabemos de la presión que introducen la competitividad y el individualismo que les inculcamos, de la pugna por construirse un sistema de valores, un equilibrio, una conciencia crítica que les permita seguir desarrollándose como seres humanos. Una referencia interesante son los trabajos de investigación que realizan los jóvenes en el bachillerato y que trasladan, al menos a sus profesores y educadores, el pulso y la capacidad que aportan.
En el caso de mi hija (la mejor a este lado del Llobregat), su estudio lo ha dedicado a la interacción entre felicidad, bienestar y consumo. Al principio recoge la célebre cita de la declaración de independencia, en la que se sitúan como derechos inalienables la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad de las personas jóvenes se ven hoy cercenadas por las condiciones que se les imponen debido a un sistema en el que, cada vez más, el poder ejercido por una generación margina y lastra a la siguiente. De nosotros depende si queremos tener una juventud apocada y distante, o si nuestro proyecto socioeconómico es inclusivo, justo, e impregnado de lo que tiene de inteligencia colectiva la solidaridad entre generaciones. Y a partir de aquí que zumben las cañerías y cántese a pleno pulmón, que no hay más ciego que el que no quiere ver.
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