miércoles, 24 de noviembre de 2021
El emprendedor domesticado
Como nos recuerda Joan Morro en su sugerente tesis doctoral hay algo que conecta a Joseph Schumpeter con Karl Marx. Si los economistas anteriores partían de concebir el capitalismo como un equilibrio, el autor del ‘Manifiesto Comunista’, al igual que el de ‘Capitalismo, Socialismo y democracia’, distinguía en este sistema económico el germen de su propia superación. En el caso del economista austríaco la noción que sintetiza esta visión es la de la destrucción creadora. Para Schumpeter el motor del capitalismo no es la lucha de clases, sino el emprendimiento. Este introduce con éxito innovaciones en los sistemas de producción y en las relaciones socioeconómicas existentes, desequilibrando el sistema y forzando su renovación. El proceso de la destrucción creadora y la centralidad del ‘emprendedor’, han sido reivindicados con fuerza hasta mitificar al emprendedor como el factor indispensable para la optimización de la economía, que se acompaña de un glosario de conceptos como las ‘start ups’ o los ‘ángeles de los negocios’ que velan por el desarrollo del talento ‘natural’ que se da casi por ‘gracia divina’.
Sin embargo, como distingue Joan Morro, si bien el emprendedor no coincide con una clase social específica, sí hay en Schumpeter dos clases de emprendedores, el adaptador y el creador. Mientras el primero mantiene el orden existente, es el segundo el que, mediante el crédito, inspira y ejecuta una iniciativa que desequilibra el sistema y con él las relaciones socioeconómicas dadas. En los años ochenta en el auge del pensamiento neoliberal estos dos tipos se confunden en un único mediante la mitificación. Se idolatra la ‘cultura de la empresa’ y el ‘autoempleo’, que, en el contexto de la revolución de las TICS, convierte al trabajador en un proyecto de empresa, a pesar de faltarle los medios y la iniciativa para cambiar ya no el sistema, sino su propia condición y dependencia. Como escribe Morro “El emprendedor fáctico ha dado paso a un emprendedor mítico, que no opera revolucionando las condiciones socioeconómicas existentes cuando respondiendo al imperativo ¡Emprende!”.
También las escuelas de negocios, las propuestas económicas y los proyectos políticos se han mostrado permeables a esta transformación. El emprendimiento focaliza hoy los programas de estímulo en la misma lógica que la ‘ocupabilidad’, eso es, la capacidad de una persona por ocuparse al margen del contexto de un altísimo desempleo estructural, marca las políticas de empleo. Sin embargo, si analizamos nuestra historia reciente, el emprendedor como tal ha jugado un papel más bien gris. Si en una primera fase el empresario de éxito para demostrar su singularidad se disfrazaba de Superman o aparecía en un jacuzzi, a lo largo del siglo XXI hemos asistido a un declive de empresa y emprendimiento como factores de desarrollo socioeconómico y de generación de riqueza. El declive de la inversión productiva o la mutación del capital en su búsqueda de rentabilidad no a través de la innovación, sino a través de la búsqueda del beneficio rápido lo plasman. Hoy lo que prevalece es el rentismo, energético, inmobiliario y financiero, la explotación de márgenes reduciendo las aportaciones fiscales, y esquilmando el valor añadido mediante estrategias que tienen en la devaluación salarial y la extensión de la precariedad en la contratación sus principales palancas de ajuste.
La participación de los costes laborales por hora trabajada en la productividad cayó, de 1995 a 2019, en 6 puntos. En ello incide la debilidad del tejido productivo en la que faltan grandes empresas que no se concentren en la extracción de rentas, sino que articulen y den proyección a los sectores productivos, pero también el modelo de relaciones laborales con una altísima temporalidad que limita la capacidad de cualificación de las plantillas y que supone un fuerte incentivo para invertir en actividades de bajo valor añadido. Al mismo tiempo la presión permanente sobre los salarios, que están un 6,2% por debajo de los que se cobraban en 2008 en paridad de poder de compra, mantiene gripada la demanda interna y promueve la centralidad de un sector exportador en el que se concentran innovación y competencias, pero que está sujeto a los vaivenes de una economía global que no acaba de estabilizarse.
Mientras buena parte del discurso de los poderes en la sombra y también de los públicos sigue obsesionado por el mito de un emprendimiento que parece ausente en nuestro país, la economía sigue esperando el impulso de una destrucción creadora que permita revolucionar un modelo productivo que no funciona, adaptándolo de paso a los dos grandes retos civilizatorios que enfrentamos, la digitalización y el cambio climático. La solución no pasa por la cultura de la empresa familiar, que no promueve el mérito sino el apellido, ni tampoco por las puertas giratorias ni por la filantropía y la caridad. El único cambio posible es el de una cultura económica que promueva la calidad del trabajo y la cogestión de las empresas. La permanente reivindicación de tantos empresarios mediocres de reducir aún más los impuestos e incrementar las ayudas tiene bien poco que ver con el emprendimiento, y mucho con la incompetencia y la exigencia irracional por el derecho del mantenimiento de un estatus, que chocan frontalmente con la coherencia de los principios que se pretenden defender y que convierten al emprendedor no en una fuerza de progreso sino en un emprendedor domesticado.
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